Los peinados de las señoras, vistos desde atrás, parecían gatos sentados. ¿Por qué tengo que decir gatos sentados para describir el pelo?
Todo se convertía por sistema en algo distinto. Al principio, imperceptiblemente distinto cuando lo mirabas sin más. Ahora bien: evidentemente distinto cuando luego se trataba de ponerle palabras, porque se hablaba de ello. Para ser preciso en las descripciones, hay que encontrar algo distinto por completo o es imposible ser preciso.
Todas las mujeres del pueblo llevaban una trenza larga y gruesa. La trenza se doblaba dos veces para colocarla en vertical y sujetarla por encima de la coronilla con una pequeña peineta de carey en forma de media luna. Las púas de la peineta desaparecían entre el pelo y de la media luna del borde sólo se veían las dos puntas como dos orejitas puntiagudas. Con esas orejas y la gruesa trenza, la cabeza de las mujeres, vista desde atrás, parecía un gato sentado todo tieso.
Estas propiedades de transformación que hacían mutar un objeto en otro eran impredecibles. Alteraban la percepción en un instante, hacían de ella lo que querían. Cualquier ramita flotando en el agua parecía una culebra. Mi eterno miedo a las serpientes me ha llevado a tenerle miedo al agua. Y no por miedo a ahogarme, sino por miedo a las ramas-culebra, nunca aprendí a nadar rodeada de ramitas flotando en el agua. Las culebras imaginarias tienen más poder del que hubieran llegado a tener nunca las reales, siempre estaban en mi cabeza cuando veía el río.
Y siempre que la comitiva de un entierro se acercaba al cementerio tocaban la campanilla. Una campanilla que colgaba de una larga cuerda y emitía un tintineo corto y penetrante… para mí era la culebra del cementerio, cuya lengua larga y dulce como la miel invitaba a la gente a morir y a los muertos a deslizarse suavemente en la tumba. Y a los muertos les hacía bien deslizarse así en la tumba, se notaba por la suave brisa del cementerio. Lo que hacía bien a los muertos me daba asco. Cuanto más asco me daba, más difícil era no pensar en ello. Porque algún tipo de brisa, algún soplo de viento frío o caliente había siempre. Me trastornaba. Pero en lugar de darme prisa, tan sólo se me aceleraba la respiración, y llevaba el agua despacio, regaba las flores despacio para quedarme más tiempo. Qué dependencia más curiosa la de los objetos imaginarios y sus propiedades de transformación. Yo los buscaba sin cesar, y por eso ellos me buscaban a mí. Me perseguían como a una presa, como si mi miedo los alimentara. Posiblemente eran ellos los que me alimentaban a mí, proporcionando una imagen a mi miedo. Y las imágenes, en especial las amenazantes, como no tienen que ofrecer consuelo tampoco pueden decepcionarte, y por eso no se rompen jamás. Puedes crear la misma imagen en la cabeza una y otra vez. A fuerza de crearla se vuelve familiar y siempre termina convirtiéndose en algo a lo que agarrarse. La repetición siempre hacía surgir la imagen de nuevo, y eso me protegía.
Cuando mi mejor amiga vino a decirme adiós un día antes de irme del país, cuando nos abrazamos pensando que no nos veríamos nunca más porque yo no puedo volver y ella no puede salir, cuando mi amiga me dijo adiós en el pleno sentido de la palabra, no éramos capaces de separarnos. Se dirigió hacia la puerta tres veces y las tres se echó atrás. Hasta la tercera vez no se fue de verdad, caminando con pasos mecánicos tan largo rato como larga era la calle. La calle era recta, de modo que yo veía su chaqueta de color claro haciéndose cada vez más y más pequeña y, curiosamente, más brillante con la distancia. No sé si es que brillaba el sol —era febrero— o es que de llorar también brillaban mis ojos por dentro, o si brillaba la tela de la chaqueta… lo que sí sé es que me quedé mirando a mi amiga que se marchaba y que su espalda brillaba como una cuchara de plata. Así, de forma intuitiva, encontré cómo recoger en una palabra todo aquel proceso de separación. Lo llamé cuchara de plata. Y eso era justo lo que describía la separación con precisión absoluta.
No me fío del lenguaje. Si sé que el lenguaje, para ser preciso, siempre tiene que adueñarse de algo que no le pertenece, es sobre todo por mi propia experiencia. No sé por qué las metáforas son tan ladronas, por qué la comparación más válida tiene que robar propiedades que no le corresponden a otra cosa. La sorpresa no surge sino del acto de inventar, y se demuestra una y otra vez que es esa sorpresa inventada en la frase la que comienza a traernos la cercanía a la realidad. La frase no puede consolidarse como entidad propia, como realidad hecha palabra pero realidad válida y literal, hasta que una percepción no se adueña de otra cosa, hasta que un objeto no se apodera y se vale de la materia de otro, hasta que aquello que escapa a lo real se torna plausible en la frase.
Mi madre opinaba que, en nuestra familia, el destino llegaba en invierno, de toda la vida. Cuando emigró de Rumanía conmigo era invierno, era febrero. Hace veinte años.
Unos días antes de abandonar el país, se podían enviar setenta kilos de equipaje por persona desde el puesto de aduanas cercano a la frontera. El equipaje tenía que ir en un enorme cajón de madera de unas medidas determinadas. El carpintero del pueblo nos hizo uno, era de madera clara de acacia.
Las culebras imaginarias tienen más poder del que hubieran llegado a tener nunca las reales
Había olvidado por completo aquel cajón. Desde 1987, desde que estoy en Berlín, nunca había vuelto a pensar en él. Pero entonces llegó una época en la que no podía dejar de acordarme en todo el día, y luego desempeñó un papel importante en el mundo entero. Nuestro cajón de emigrantes hizo historia, fue el centro de un acontecimiento que conmovió al mundo, se hizo famoso, estuvo días saliendo por televisión. Porque, como sucede cuando los objetos se independizan, cuando sin motivo alguno se cuelan en la forma de otros distintos, tanto más distintos cuanto mejor sabe la cabeza que no tienen nada que ver con ellos en absoluto. Lo que pasó fue que vi nuestro cajón de emigrantes porque había muerto el Papa. Su ataúd era exactamente igual que el cajón de acacia con nuestro equipaje. Y fue entonces cuando recordé todo lo de la emigración.
Mi madre y yo salimos en un camión a las cuatro de la mañana. Había cinco o seis horas de viaje hasta el puesto de aduana. Íbamos en el remolque, sentadas en el suelo junto al cajón, que nos guardaba del viento. Era una noche gélida, la luna se mecía como una rajita vertical, del frío se te quedaban los ojos acorchados como frutas congeladas en la frente. Parpadear dolía como si tuvieras polvo de escarcha en los ojos. Al principio, la luna se mecía, muy fina y un poco curvada, después, cuando aún bajó más la temperatura, empezó a clavarse en los ojos, estaba muy afilada. La noche no era negra sino transparente porque la nieve se comportaba como un reflejo de la luz del día. Durante aquel viaje hacía demasiado frío para hablar. Si se te hiela el paladar, no te apetece abrir la boca todo el rato. Yo no quería decir ni mu. Pero luego no tuve más remedio que hablar porque mi madre, tal vez solo para sí pero sin querer en voz alta, dijo:
—Siempre es la misma nieve.
Con eso se refería a enero de 1945, a su deportación al campo de trabajos forzados en la Unión Soviética. Hasta jóvenes de dieciséis años tenían los rusos en sus listas. Muchos se habían escondido. Mi madre llevaba cuatro días en un agujero excavado en el jardín de los vecinos, detrás de la valla. Pero entonces llegó la nieve. Ya no podían llevarle la comida a escondidas, cada paso entre la casa, la valla y el agujero se veía. Con toda aquella nieve, en el pueblo entero se veían los caminos que conducían a los escondites. En los jardines se podían seguir las huellas. La nieve era delatora. No sólo mi madre, muchos tuvieron que salir de sus escondites voluntariamente… voluntariamente obligados por la nieve. Y eso significaba cinco años de trabajos forzados. Mi madre no se los perdonó a la nieve jamás.
En un momento posterior mi abuela me dijo:
—La nieve recién caída no se puede imitar, no se puede arreglar la nieve de manera que parezca intacta. La tierra sí se puede arreglar —dijo—, la arena, incluso la hierba con cierto esfuerzo, el agua se arregla sola porque se lo traga todo, incluso a sí misma, y se vuelve a cerrar después de haber tragado. Y el aire —dijo—, siempre está perfectamente arreglado porque no se ve.
Según esto, cualquier materia habría guardado silencio, menos la nieve. Y hasta hoy, mi madre sigue creyendo que la gruesa nieve fue la principal culpable de su deportación. Cree que la nieve cayó en el pueblo sabiendo bien donde caía, como si se sintiera en casa. Pero, al mismo tiempo, se portó como una extraña y se puso al servicio de los rusos de inmediato. La nieve es traición blanca. Eso es lo que quería decir mi madre con la frase: Siempre es la misma nieve.
La palabra TRAICIÓN no la pronunciaba mi madre jamás, no le hacía falta. La palabra TRAICIÓN existía y estaba ahí porque ella no la decía. Y, con los años, la palabra TRAICIÓN incluso se fue haciendo más grande cuantas más veces contaba su historia sin la palabra TRAICIÓN, a base de frases que siempre se repetían con las mismas fórmulas acuñadas para que no hiciera falta decir TRAICIÓN. Hasta mucho más tarde, hasta años después de haberme contado la historia de la deportación, no me llamó la atención que la palabra TRAICIÓN, a fuerza de evitarla de modo sistemático al contar la historia, había adquirido unas dimensiones tan monstruosas y era tan esencial que, de haberlo querido, se podría resumir la historia entera en la expresión TRAICIÓN DE NIEVE. Lo vivido era tan fuerte que, incluso tantos años después, sólo valían para contarla palabras corrientes, ningún nombre abstracto, ninguna palabra reforzada.
TRAICIÓN DE NIEVE es una palabra mía y es igual que CUCHARA DE PLATA. Una palabra directa para historias largas y complicadas que contiene tantas cosas nunca verbalizadas porque evita los detalles. Porque una palabra así concentra el transcurso de los acontecimientos en un punto cuando, en la cabeza, la imaginación se desborda con sus infinitas posibilidades. Una palabra como TRAICIÓN DE NIEVE se presta a muchos símiles porque no se ha hecho ninguno. Una palabra así surge de la frase por sí sola, como si estuviera hecha de una materia distinta. Con materia distinta me refiero a una cosa: a la trampa del lenguaje. Es la trampa del lenguaje la que siempre me da tanto miedo al tiempo que me crea dependencia. Miedo porque, cuando yo misma hago trampa, si al final me sale el truco, siento que así se hace realidad algo más allá de la palabra. Porque tardo tanto en que me salga el truco como si quisiera evitarlo. Y porque, además, sé muy bien que la distancia entre el salir bien o salir mal da vueltas como una cuerda de saltar, pero lo que salta no son los pies sino las sienes. Inventadas para hacer trampa, es decir: totalmente artificiales, surgen palabras como TRAICIÓN DE NIEVE. Su materia se transforma y ya no se diferencia de las sensaciones fuertes de índole natural, física.
La primera traición que recuerdo es una que cometí yo misma. Es la traición de la ternera. En mi cabeza de entonces, sin embargo, había dos terneras y yo las veía a las dos con los mismos ojos, porque de otro modo, no habría cometido la traición. A una ternera la metían en el dormitorio, a la otra le rompían una pata. A una ternera la metían en el dormitorio de mi abuelo al poco de nacer y la ponían encima del diván a los pies de la cama. Mi abuelo llevaba años en la cama sin poder moverse. Se quedó mirando la ternera recién nacida con un ansia en los ojos que se clavaba como un cuchillo, media hora entera sin decir una palabra. Y yo me quedé sentada en el diván al pie de la cama y al pie de la ternera. Y mirando al abuelo. La compasión que sentía por él me partía el corazón en la misma medida que el asco que me daba su mirada. Era una mirada de ladrón, clavada en la ternera y tensa como una cuerda de cristal en el aire entre la cama y la ternera. Una mirada en la que las pupilas brillaban como si acabaran de convertirse en dos bolitas de metal. Una contemplación indecente y desesperada que devoraba a la ternera con los ojos. El abuelo sólo veía a la ternera recién nacida, a mí no me veía… gracias a Dios. Porque yo percibía lo insaciable de esa mirada que ya no siente ningún tipo de vergüenza. Qué ojos de hambre, pensé. HAMBRE DE LOS OJOS es, pues, otra de esas palabras que volvían a mi cabeza una y otra vez.
Esa era una de las terneras. Y a la otra le partían una pata con un hacha nada más nacer para poderla sacrificar. Estaba prohibido sacrificar terneras, había que entregarlas al estado pasadas unas semanas, cuando alcanzaban el peso reglamentario. Sólo en caso de accidente, el veterinario permitía sacrificarlas a modo de excepción y así podías quedarte con la carne y comértela tú. Cuando mi padre se puso a contarle al veterinario que la ternera se había roto la pata por accidente porque la vaca la había pisado con todo su peso, yo solté:
—Es mentira, has sido tú con el hacha.
Yo tenía siete años, mis padres me habían enseñado que no se debe mentir nunca. Claro que también sabía que el estado es malo y que mandaba a la cárcel a la gente por decir la verdad. Sabía también que el veterinario era un extraño en el pueblo y que estaba en contra de nosotros y a favor del estado. Por poco no mandé a mi padre a la cárcel aquella vez, y fue porque él había confiado instintivamente en que yo sabría diferenciar entre la mentira no permitida de casa y la mentira necesaria y permitida en vista de tantas prohibiciones como imponía el estado. Cuando el veterinario, tras recibir un sustancioso soborno, se hubo marchado, comprendí, sin conocer la palabra para lo que yo había hecho, lo que es la traición. Sentí como si me hubiera quedado seca por dentro, el malestar me llegaba del paladar a los dedos de los pies.
La nieve es traición blanca
Durante años habíamos entregado al estado nuestras terneras como estaba mandado. Esta vez queríamos comer carne de ternera nosotros. De eso se trataba. Pero también se trataba de que varios principios entraban en conflicto. La mentira, la verdad y la dignidad. Al estado estaba permitido mentirle siempre que fuera posible, porque sólo así se te hacía justicia, eso lo sabía yo. La mentira de mi padre funcionaba, fluía sin problemas, y también era necesaria. Entonces, ¿qué me llevó a traicionar a mi padre ante el extraño del veterinario? Pensé en la otra ternera, la de casa de los abuelos paternos, la otra casa, donde el mismo padre la había llevado del establo al dormitorio para ponerla sobre el diván de seda. La ternera del diván no era bonita porque las terneras no se ponen encima del diván. Era incluso fea, allí puesta, aunque tampoco fuera culpa suya ser una ternera encima de un diván de seda y que le dieran ese trato de favor. En cambio, la ternera de la pata rota con el hacha era bonita. Y no por pena de que quisieran sacrificarla. Si se quiere comer carne, no hay más remedio que sacrificar animales. No, la ternera era bonita precisamente porque no se la podía sacrificar sacrificándola sin más, sino que había que torturarla y mostrarla primero. Y eso la convertía en una criatura conmovedora incluso a mis ojos de campesina. Yo no tenía ningún problema en ver sacrificar gallinas, conejos o cabras a diario. Sabía cómo se ahoga a los gatitos, se mata a palos a los perros y se envenena a las ratas. Pero al ver que le rompían la pata a la ternera me invadió un sentimiento desconocido, se apoderó de mí la belleza natural de la ternera, su inocencia rayana en la cursilería de postal, una especie de dolor ante el abuso. Y aquello habría podido terminar con la pena de cárcel para mi padre. Cárcel… aquella palabra se me clavaba como la punta de un cuchillo y, seca por dentro a causa de mi traición, el latido del corazón me retumbaba hasta la frente.
Sí, esa traición fue distinta a la TRAICIÓN DE NIEVE.
Tal vez recordé la traición de la ternera, de las dos terneras, porque el viaje en camión de aquella noche a través de la llanura y del campo desnudo era tan clara como la leche aguada. Porque, al abrigo del viento que nos proporcionaba el cajón de emigrantes, mi madre sólo había hablado de la TRAICIÓN DE NIEVE.
En su día, la habían llevado al campo de trabajo en un vagón de ganado sellado con plomo y esta vez iba conmigo a la aduana en un camión. En su día la vigilaban soldados con fusiles, mientras que esta vez sólo nos miraba la luna. En su día había sido una persona encarcelada, esta vez sólo era una persona que emigraba. En su día tenía diecisiete años y esta vez más de sesenta.
Ir con tu cajón de emigrante en un remolque a través de la nieve, bajo la luna, con sesenta años y setenta kilos de equipaje fue terrible, pero nada podía compararse con 1945. Tras años de acoso yo deseaba salir de aquel país. Aunque tuviera los nervios destrozados, aunque fuera la única posibilidad de escapar del régimen de Ceaușescu y sus servicios secretos, aunque fuera la única posibilidad para no perder la razón, no dejaba de ser algo DESEADO, no era una imposición. Yo quería irme y mi madre quería también porque quería yo. Y eso tenía que decírselo en aquel camión, aunque se me helase el paladar por abrir la boca.
—Deja de hacer comparaciones, la nieve no tiene ninguna culpa —tuve que decirle a mi madre—, la nieve no nos ha obligado a salir de ningún escondite.
Por aquel entonces, a mi cabeza no le quedaba mucho para perder la cordura. Estaba totalmente rota, los nervios se me descontrolaban y se volvían en mi contra, el miedo que sentía se me escapaba por la piel e impregnaba todos los objetos con los que yo hacía algo. Y, acto seguido, los objetos hacían algo contra mí. Si te miras un poco desde fuera, arreglándotelas para asomar la cabeza por esos milímetros que aún separan lo abstruso de lo normal, si te miras a ti mismo como desde fuera, ves que estás justo en el último extremo de la normalidad. No te queda mucho. Tienes que tener muchísimo cuidado con tu persona, intentas separar el pensamiento del sentimiento. Claro, uno quiere que todo pase por la cabeza tal y como tiene por costumbre, pero no quiere que le llegue hasta el corazón nada más. Te miras a ti mismo desde fuera por partida doble: por un lado, como con lupa, pero te ves como a un extraño; y luego de muy cerca, pero irreconocible de tan pequeño y borroso. Sientes cómo aumenta lo irreconocible, como te vuelves más y más difuso. Este estado es peligroso, por muy atento que estés y prestes la atención que prestes, nunca sabes cuándo llegará la gota que colme el vaso. Sólo sabes que llegará si esa mierda de vida no cambia.
Como le dije a mi madre, no sólo no teníamos dónde escondernos en el exterior, sino que tampoco en mi cabeza me quedaba dónde hacerlo: veía muy claro que la única opción era abandonar el país. Estaba destrozada, hacía meses que confundía la risa con el llanto. Todavía era capaz de discernir cuándo no se llora y cuándo no hay que reírse, pero no me servía de nada. Lo sabía bien y lo hacía mal. Ya no estaba en condiciones ni de agarrarme a las cosas que sabía. Lloraba y reía alternadamente sin poder controlar ni lo uno ni lo otro.
En este estado llegué a Núremberg, al centro de acogida de Langwasser. Era un bloque de pisos muy alto, frente a la explanada donde Hitler celebraba los encuentros masivos del Partido. Dentro del bloque, todo eran cubículos dormitorio, pasillos sin ventanas, sólo iluminados con luz de neón, e incontables despachos. El primer día, interrogatorio en el Bundesnachrichtendienst, literalmente: Servicio Nacional de Noticias, a saber: el Servicio de Inteligencia alemán. El segundo día, otra vez, en varias sesiones con descansos en medio; lo mismo, el tercer día, el cuarto. El caso es que lo entendía: la Securitate no vive contigo en Núremberg, lo de aquí no es más que el Servicio Nacional de Noticias. Yo estaba donde las noticias, pero ¿adónde demonios había ido a parar? A los que te interrogaban se les llamaba “evaluadores”, en las puertas ponía: “Oficina de evaluación A”, “Oficina de evaluación B”. El evaluador A evaluaba si, después de todo, no habría ido yo allí «con algún encargo». La palabra «espía» no se mentaba, pero la cosa había que evaluarla.
—¿Tuvo usted algo que ver con los servicios secretos de su país?
—Más bien ellos conmigo, eso es muy diferente —dije yo.
—Deje que sea yo quien establezca las diferenciaciones, al fin y al cabo me pagan para eso —dijo él.
Era indignante. Luego, el evaluador B evaluaba:
—¿Pretendía usted derrocar a su gobierno? Ahora puede reconocerlo, como suele decirse, es nieve de ayer.
Entonces sucedió. No pude soportar que uno de aquellos evaluadores pretendiera dar carpetazo a mi vida con una frase hecha. Salté de la silla y dije en voz demasiado alta:
—Siempre es la misma nieve.
La expresión alemana «nieve de ayer» para referirse a una cosa pasada que ya no tiene importancia no me había gustado nunca, justo por esa voluntad de ignorar lo que sucedió ayer. En aquel momento vi con claridad absoluta lo que no soporto de la expresión: no soporto la mezquindad con que abre paso a una metáfora, el desprecio que revela. Qué poco segura de su mensaje estará la expresión cuando se impone con semejante prepotencia, cuando se muestra así de arrogante. Porque de la expresión se deduce que esa nieve de ayer era importante, de otro modo no habría motivo para hablar de ella, no habría que deshacerse de ella hoy. Lo que pasó por mi cabeza en aquel momento no se lo dije al evaluador.
Al escribir, las palabras se convierten en algo distinto para poder ser precisas, cuando los objetos se independizan y las metáforas, ladronas, se adueñan de lo que no les pertenece
En rumano hay dos palabras para la nieve. Una, la palabra poética, es NEA. Y NEA en rumano también es la palabra que se utiliza para un señor al que conoces demasiado bien como para llamarle de usted pero demasiado poco para tutearlo. Podría ser equivalente a TÍO. A veces, las palabras se aplican ellas solas como quieren. Yo no pude evitar defenderme del evaluador y de la sugestión del rumano, que me decía: Siempre es la misma nieve y siempre el mismo tío.
Y sucedió algo más: mientras —recién llegada de la dictadura, en aquel centro de transición de Núremberg— me interrogaba un miembro de los servicios secretos alemanes, pensaba: «Se supone que me acaban de salvar y estoy aquí, en occidente, como la ternera en el diván.» Fue el HAMBRE DE LOS OJOS del funcionario lo que me hizo comprender que no sólo era un abuso lo que se había hecho con la ternera de la pata rota sino también —sólo que con más alevosía— lo de la ternera del diván.
Todos los inviernos venía a casa la costurera del blanco. Estaba dos semanas, comía y se quedaba a dormir en casa. La llamaban así porque sólo hacía ropa blanca: blusas, camisas interiores y calzones y camisones y sujetadores y ligas y ropa de cama. Yo pasaba mucho tiempo cerca de la máquina de coser, observando el fluir de los puntos hasta convertirse en una costura. La última noche que estuvo en casa, le dije después de la cena:
—Cóseme algo para jugar.
Ella dijo: —¿Qué quieres que te cosa?
Yo dije: —Cóseme un pedazo de pan.
Ella dijo: —Entonces, luego te tendrás que comer todo lo que hayas jugado.
Comerte todo lo que hayas jugado. La misma definición sirve para el acto de escribir. Sabes: lo que escribo me lo tengo que comer; lo que no escribo… me devora. Por el hecho de comérmelo no desaparece. Y por el hecho de que me devore no desaparezco yo. Siempre pasa lo mismo cuando, al escribir, las palabras se convierten en algo distinto para poder ser precisas, cuando los objetos se independizan y las metáforas, ladronas, se adueñan de lo que no les pertenece. Es al escribir, cuando las palabras se convierten en algo distinto para poder ser precisas, cuando tal vez se hace patente que siempre son la misma nieve y siempre el mismo tío.
Traducción de Isabel García Adánez