Se llamaban a sí mismas las salvadoras de las casas en llamas, aunque ninguna de aquellas seis mujeres, con edades comprendidas entre la cincuentena y los setenta años, tenía otra experiencia que la laboral antes de jubilarse: dos cajeras de banco que apenas conocían más que el minúsculo cubículo tras la ventana con barrotes, tres secretarias que compartían una amplia oficina con demasiada gente y la señora Lu, que se había pasado muchos años vigilando la puerta de una residencia femenina en un edificio universitario de seis plantas.

Tres señoras sentadas con linternas, tetera, candelabro e instrumento de cuerda de Kitagawa Utamaro. Imagen vía

Las seis mujeres, amigas y camaradas desde hacía unos dos años, se habían conocido en un parque público donde las madres que con entusiasmo trataban de casar a sus vástagos se encontraban con otras tan preocupadas como ellas. Entre las seis mujeres contaban cuatro hijos y cuatro hijas, ninguno preocupado en absoluto por el tic tac del reloj que mantenía a sus madres en vela cada noche. Habían congeniado desde el principio, así que enseguida se pusieron a idear ingeniosos planes con la esperanza de que, gracias al matrimonio, terminasen compartiendo lazos primero y nietos después. Arreglaron encuentros entre sus hijos, llegando en ocasiones a la coacción. Al final, no prosperó ninguna pareja pero, aun así, las seis siguieron muy unidas. Cuando la señora Fan, la más joven de todas, se enteró de que su marido estaba liado con una mujer cuya identidad no quiso revelar, las otras cinco mujeres, enfurecidas por la osadía de aquel hombre que, cercano a los sesenta, se comportaba como un chiquillo imbécil, sin corazón ni cerebro, se erigieron en detectives en busca de la verdad.

Su triunfo al desenmascarar el nombre, dirección y lugar de trabajo de la querida en cuestión no ayudó a salvar el matrimonio de la señora Fan. «Un viejo enamorado es como una casa en llamas» sentenciaba un viejo chiste que, durante una temporada, corrió por la ciudad, de móvil en móvil, en forma de mensaje de texto. El chiste se lo debió de inventar algún alma joven y despreocupada, pero revelaba la triste realidad. La señora Fan se quedó desconcertada por la intensidad de las llamas que sepultaban su matrimonio: tres décadas de discusiones banales, de desacuerdos sin importancia, se convirtieron de pronto en material altamente inflamable. Mucho peor fue la simple tramitación del divorcio.habrían intervenido personas relacionadas con las dos partes, la asociación de vecinos, el sindicato municipal, la agrupación de mujeres o los tribunales; si todo lo anterior fallaba, se hubieran esforzado por salvar la unión antes de recurrir al divorcio. Después de todo, participar en la destrucción de un matrimonio era mayor pecado que arrasar siete templos. Pero esta creencia no se sostenía en los nuevos tiempos: una solicitud tramitada con toda prontitud por el tribunal del distrito convertiría muy pronto a la señora Fan en una mujer soltera y permitiría que su marido se convirtiera en el novio de una intrusa sin moral.

«Un viejo enamorado es como una casa en llamas»

Las seis mujeres declararon la guerra al amor fuera del matrimonio. No tuvieron que esperar mucho para encontrar otra mujer que sospechaba que su marido la engañaba. Con la experiencia previa, y el talento natural del que parecían disponer, identificaron a la querida en apenas dos semanas. La señora Guan, cuyo hijo acababa de terminar un máster en finanzas en los Estados Unidos, cayó en la cuenta de que podían convertir su habilidad en un negocio. Pronto se corrió la voz, gracias al boca a boca, y la clientela aumentó. Según acordaron desde el principio las seis amigas, trabajarían en pro de limpiar la sociedad y lucharían contra el deterioro de la moral, así que cobrarían menos que otros y sólo aceptarían casos en los que las esposas se vieran en peligro por la infidelidad de sus maridos en connivencia con sus queridas. Se llamaron a sí mismas las salvadoras de las casas en llamas ya que estaban convencidas de que, descubierto a tiempo, un fuego puede apagarse antes de que los daños sean irreparables.

En contra de su voluntad y sin consentimiento alguno, un periódico local contó la historia de las seis mujeres mayores que trabajaban como investigadoras privadas en una columna de cotilleo titulada «Gente rara en esta época inaudita». ¿Qué pecador podría pensar que una abuelita en la calle, con un pequeño walkie-talkie escondido en la palma de la mano, estaba entablando la más inocente de las conversaciones con sus conocidos, desvelando sus más íntimos secretos al enemigo? Muy pronto, una revista femenina se hizo eco de la historia y, cuando la televisión local les propuso la posibilidad de protagonizar un documental dentro de una serie sobre los valores familiares de los nuevos tiempos, las seis amigas decidieron aprovechar la oportunidad que se les brindaba.

El tan esperado rodaje tuvo lugar un día borrascoso de principios de primavera. La señora Tang le explicó a la maquilladora que el cutis de cada una de ellas oscilaba entre las uvas pasas y las manzanas viejas, así que se podía ahorrar el colorete y el maquillaje para otras mujeres que tuvieran mejores razones para parecer deseables. Semejante autoparodia divirtió a los de la tele. Incluso les sorprendió más lo relajadas y naturales que actuaron las seis delante de las cámaras pero, cuando les felicitaron, algunas de ellas parecieron verdaderamente confusas. La señora Cheng, la más mayor y también la más gritona, aseguró que no entendía lo que les decía el director. Si les habían pedido que fueran ellas mismas, ¿a qué venía tanto revuelo con su forma de actuar?

El documental se estrenó un sábado por la noche y, de inmediato, las seis mujeres se hicieron famosas entre su vecindario, familia y conocidos. Enseguida se convirtió en rutina que las seis mujeres vieran una copia del programa en el piso de la señora Mo, el mismo que les servía como cuartel general para sus pesquisas detectivescas. La señora Mo, viuda desde hacía veinte años, había perdido a su marido en un accidente de tráfico causado por una tormenta de nieve. A los sesenta y cinco años seguía jugando al tenis, pertenecía a un club de baile y poseía la colección completa de las novelas de Agatha Christie. Con la apariencia de una estrella de cine del Hong Kong de los años cuarenta, la señora Mo no parecía pertenecer al grupo de amigas, aunque fuera ella quien se había encargado de juntarlas, invitándolas a su piso cada vez que el tenis o el baile le dejaban un rato libre. También fue quien, tiempo después, ofreció su número como teléfono de contacto para el negocio.

La señora Tang comentó que a su marido, oficial del ejército retirado, le gustaba más Sherlock Holmes. La señora Mo sonrió con tolerancia. Le constaba que alguna de sus amigas envidiaba la libertad que disfrutaba. En muchas ocasiones, la señora Cheng y la señora Lu habían debatido con la señora Mo de su larga viudez; le habían preguntado por qué no había pensado en volver a casarse pero también le habían felicitado por haber criado una hija ella sola. Durante aquellas charlas, la señora Tang, que era la que menos tacto tenía de las seis, nunca perdía la oportunidad de mencionar a su saludable marido, beneficiario de una buena pensión. Tal rivalidad, que también tenía lugar cuando sacaban a relucir los sueldos de sus hijos, nunca pasaba de ser una broma sin importancia. No estaban dispuestas a arruinar la amistad que disfrutaban y que les había hecho famosas en la última etapa de su vida.

En cualquier caso, después de la emisión del programa, el negocio se ralentizó. La señora Guan se preguntó en voz alta si a lo mejor las posibles clientas se echaban atrás al darse cuenta de que la máscara que ocultaba su identidad se había caído, por lo que contratar sus servicios no parecía lo más inteligente. La señora Lu añadió que las clientas podían pensar que no podrían pagar los servicios de unas celebridades. Pero la señora Tang les recordó que no tenían ninguna necesidad de ganar dinero. La señora Fan estuvo de acuerdo con ella y continuó diciendo que su objetivo principal era acabar con la inmoralidad fuera del matrimonio, y que el documental de la tele les había permitido llegar a más gente de lo que jamás hubieran pensado. Aquella conversación se repetía a diario y servía para aplacar sus inquietudes, aunque ninguna de ellas hubiera reconocido que le preocupara que la cosa no marchara como antes. Mientras proseguía la charla, la señora Mo les servía té y frutos secos; unos días era té verde y pistachos, otros té rojo y anacardos, pues en el grupo se daban gustos de lo más variado en esas pequeñas cosas. Los frutos secos se servían molidos, en pequeñas cucharillas, a prueba de la dentadura de varias de las mujeres y, cuando todo estaba ya dispuesto, la señora Mo procedía a meter la cinta en el reproductor de vídeo y encender la televisión.

Después de días, semanas incluso de mirar, rebobinar y volver a mirar la cinta de nuevo, la señora Guan seguía emocionándose cada vez que la pantalla azul parpadeaba y arrancaba la música. Las seis mujeres compartían aquel placer, así que cada nuevo visionado acarreaba nuevos comentarios y nuevas carcajadas. Se conocían de memoria todas y cada una las tomas, así que seguían viendo el programa por el mero goce  de observarse a sí mismas: ser testigos de cómo la señora Cheng charlaba con los dos porteros de un complejo de apartamentos de lujo. Volver a ver cómo la señora Lu se tomaba pacientemente un té sentada en un banco fuera del Starbuck donde el marido infiel intimaba con una jovencita muy elegante. Los treinta años que había pasado la señora Lu cuidando la residencia femenina le habían enseñado unas cuantas cosas sobre las hembras desvergonzadas, así que cada vez que veía cómo la mano del actor maduro se posaba sobre la de la joven actriz, la señora Lu podía contar una historia distinta de alguna de aquellas chicas que regresaban a sus aposentos después de apagarse las luces, con los labios excesivamente húmedos y las mejillas demasiado encarnadas. Las chicas tocaban en su ventana y le rogaban que las dejara entrar; con frecuencia les reñía amenazándoles con dar parte a la universidad, así que mejor que se fueran preparando para trasladarse a vivir a la calle con el resto de putas.

La señora Fan pensó que los hombres eran criaturas ignorantes que desconocían por completo a la mujer

La charla sobre la degradada moral de las nuevas generaciones dio paso a las carcajadas que producía la llamada secreta de la señora Fan para contar a una esposa las idas y venidas de su marido infiel. La gallinita ha recibido una visita en su nido, decía la señora Fan por su móvil, un aparato barato y voluminoso que nadie usaba ya. El abrigo ondeaba al viento mientras se veía por detrás la imagen borrosa de un hombre entrando en el edificio de su amante. Cómo se les habría ocurrido lo de la gallina a los de la tele, eso era lo que más gracia les hacía, si nunca trabajaban con tales códigos ni tampoco les habían dado un guión. En medio de las risas, la señora Fan suspiró y dijo que no le cabía ninguna duda de por qué su ex marido se había buscado una jovencita, mientras detenía la imagen y señalaba a sus amigas las pequeñas arrugas que el primer plano había magnificado. El resto de mujeres paró de reír y la señora Mo, la única capaz de resolver con elegancia cualquier situación incómoda, rompió el silencio afirmando que, con marido o sin él, lo importante era divertirse con la vida propia de una y no estar al servicio del rey de la casa. La señora Fan asintió con la cabeza y les contó que había oído decir a sus hijos que la nueva mujer de su padre le había dejado por un hombre más joven y se preguntaban si estaría dispuesta a volver con él para que todo se arreglase. La señora Fan les había contestado que para qué quería ella ahora un hombre doblemente divorciado. Aquello no era totalmente incierto, aunque la idea de los hijos de que se encontraran no había sido rebatida por la señora Fan, sino por su ex marido.

Las cinco mujeres se quedaron mirando a la señora Fan, quien las sonrió asegurando que ya se le había pasado el periodo de duelo. Quién sabe si se buscaría un jovencito para que su marido dejara de soñar con aquel reencuentro. Recibieron el chiste de modo vacilante, así que la señora Mo volvió a dar al botón de play para que otros momentos estelares de su actuación les transportaran a una feliz inconsciencia.

Para cuando recibieron la llamada de un hombre que se hacía llamar Dao las seis mujeres llevaban ya una temporada sin ningún caso entre manos. No es que les hubiese importado la oportunidad de descansar un poco, se decían las unas a las otras, pero la verdad es que después de la llamada telefónica incluso la señora Mo, la más tranquila de las seis, se mostraba mucho más animada que de costumbre. Nunca antes habían aceptado el encargo de un hombre pero el solo hecho de que hubiera mencionado el documental de la tele era suficiente para que hubieran decidido hacer una excepción con él.

Las mujeres citaron a Dao en el salón de té donde se encontraban con sus clientes, en una sala separada de la entrada principal con un biombo de bambú. Las jovencitas que atendían las mesas las miraban ya con respeto y sobrecogimiento, mientras observaban al recién llegado con una mal disimulada curiosidad. La señora Cheng cuchicheó, aunque su voz terminara oyéndose enérgica y desagradable, que sería mejor que montaran su propio negocio si lo que querían era satisfacer su curiosidad. La señora Mo le dio un codazo para que bajara la voz, aunque el hombre, que parecía muy deprimido, no se había percatado de nada extraordinario. Tampoco encontró extraño el hecho de que tuvieran ya dispuesto dónde había de sentarse, enfrente de las seis mujeres dispuestas a comenzar el interrogatorio. Dao les agradeció su amabilidad por haber accedido a recibirle y fue entonces cuando hizo algo tan raro que sorprendió a la señora Tang: después de beberse el té de un trago sostuvo la taza translúcida frente a la ventana, como si quisiera comprobar la calidad de la porcelana. La señora Tang tosió con sequedad, deseando ser la madre de aquel hombre para poder recriminarle por sus modales, como solía hacer con frecuencia con sus hijos, a pesar de que ya estaban todos independizados.

Dao pareció preocupado durante un buen rato. Dejó la taza de té sobre el mantel de cuadros verdes, después fue moviéndola de cuadro en cuadro, como si fuera una pieza de ajedrez, sin mirar en ningún momento a las seis mujeres. La señora Cheng y la señora Tang se removían en sus asientos mientras la señora Lu y la señora Guan se miraban. A muchas de sus clientes la voz les sonaba vacilante cuando llamaban por primera vez, pero cuando quedaban con las mujeres sus historias fluían sin necesidad de pedirles que empezaran.

—Si le resulta más sencillo, puede usted contestar a nuestras preguntas —le ofreció la señora Mo con voz amable y educada. Y la señora Tang estaba segura de ser la única que había notado un entusiasmo casi infantil en la señora Mo. Pensó en contárselo a su marido, como era su costumbre desde hacía cuarenta años, pero el viejo soldado se había encerrado en sí mismo y sólo parecía tener tiempo para charlar con Sherlock Holmes, como si la demencia senil le hubiera convertido en amigo íntimo del famoso detective. La obsesión de su marido había sido una de las razones principales que habían animado a la señora Tang a convertirse en detective, ávida de atención y respeto, pero los médicos le advirtieron que la situación de su marido podía empeorar, que era probable que perdiera la memoria y le cambiara la personalidad. No obstante, también podía disfrutar de la compañía de sus amigas en lugar de buscar temas de conversación con un marido que jamás había prestado demasiada atención a sus palabras y que ahora, más que nunca, había dejado de escucharle.

Qué cosa tan despreciable era un hombre pasivo

Dao miró primero a la señora Mo y después a la señora Fan que, con una gran sonrisa en el rostro, hablaba de una desagradable experiencia que ella misma había vivido. Le dijo que era normal enfadarse, tanto con la esposa infiel como con el malhechor, utilizando las mismas palabras que el consejero matrimonial que le habían contratado sus hijos, hecho que nunca reconoció delante de sus amigas, ya que éstas se enorgullecían de ser las únicas responsables de su recuperación. La señora Fan continuó diciéndole que también era normal sentirse confundido, incluso avergonzado, aunque debería saber que esa clase de sentimientos terminaban siendo perjudiciales a largo plazo.

—Muchas gracias, señoras mías —dijo por fin Dao. La señora Mo pensó que, a pesar de todo, respetaba su edad y se dirigía a ellas con educación, con modales a la antigua, impropios de su generación—. El problema es que no sé por dónde empezar.

—Empiece por su esposa —le invitó la señora Lu—. ¿Viven juntos todavía o se ha marchado con otro?

El hombre se detuvo un rato largo antes de contestar. La señora Cheng, a punto de perder la paciencia, cogió unos cacahuetes del plato y se dispuso a alinearlos en fila frente a ella.

—Si nos llamó es que debe haber algo en lo que usted crea que le podemos ayudar —aventuró la señora Mo.

—Nuestra especialidad son las crisis matrimoniales, no sé si lo sabe usted —le informó la señora Tang—, y créame cuando le digo que en nuestro trabajo nos hemos encontrado con matrimonios de todas las clases.

—Además, sabemos guardar un secreto —añadió la señora Guan, despachando a las camareras que habían entrado con más agua hervida—. Hay cosas que sabemos hacer mejor que la gente joven. Ya ha visto usted el documental, tenemos razones que avalan nuestro éxito.

—Mírelo así, joven —sonrió la señora Cheng—. ¿Cuántos años tiene usted, a todo esto?

—Treinta y cuatro.

—Antiguamente habría tenido la edad de su abuela —le contestó la señora Cheng, quien siempre se lamentaba de haberse casado tarde. Se había dejado encandilar por todos sin darse cuenta de que el tiempo siempre corría en contra de la mujer. Con sesenta y dos años, su único deseo era tener un nieto, aunque ninguno de sus hijos parecía tener prisa por casarse y engendrar un hijo a quien ella pudiera adorar. En otro tiempo, una mujer de su edad ya podía ser bisabuela—. Mírelo así: puede usted hacernos partícipes de sus problemas igual que se los contaría a su propia abuela. Hemos sido testigos de tantas cosas que ya nada nos sorprende demasiado.

Dao asintió con gratitud. Abrió la boca para hablar, pero un suspiro se adelantó a sus palabras:

—Mi mujer todavía vive en casa.

—Esa es una buena señal, ¿no? ¿Tienen hijos? ¿Comparten todavía el lecho? —le preguntó la señora Cheng—. Perdone, no quiero interrumpirle. Continúe, por favor.

La señora Lu y la señora Guan intercambiaron una sonrisa sin detener a la señora Cheng. Si otra boca hubiera pronunciado aquellas mismas palabras no cabía duda de que hubieran sido inapropiadas, pero la señora Cheng era la impertinente más inofensiva que alguien pudiera conocer jamás y poseía la capacidad de convertir la pregunta más entrometida en una amable invitación.

—Tenemos un hijo —contestó el hombre— que acaba de cumplir un año.

—¿Cómo se las arreglan en la alcoba después del nacimiento del niño? —le preguntó entonces la señora Cheng.

—A veces dice que está cansada, pero de vez en cuando la cosa va bien.

La señora Fan pensó que los hombres eran criaturas ignorantes que desconocían por completo a la mujer. Estaba dispuesta a rechazar el caso porque aquel era un hombre desconsiderado incapaz de compartir la responsabilidad de la paternidad. El marido de la señora Fan había protestado siempre por la falta de entusiasmo que demostraba ella en la alcoba después del nacimiento de cada uno de sus hijos. Ahora se preguntaba por qué nunca antes hasta entonces se había dado cuenta del comportamiento egoísta e insensible de su marido.

—En ocasiones, una nueva madre tarda un poco en volver a ser la misma de antes— afirmó la señora Mo

—¿Pero no es demasiado tiempo todo un año? —preguntó la señora Tang—. Me parece a mí que, en la actualidad, las esposas jóvenes tienen demasiados mimos y atenciones, qué queréis que os diga. Yo no sé vosotras, pero yo me porté en la alcoba como toda buena esposa debe hacerlo en cuanto mi hijo cumplió un mes de vida.

—No distraigamos a nuestro invitado con nuestras tonterías —dijo la señora Guan, volviéndose hacia el hombre—. Ya puede usted perdonarnos, joven. Debe de haber escuchado más de una vez eso de que tres mujeres son suficientes para montar una compañía teatral, así que entre nosotras juntamos dos. Pero no deje usted que le distraigamos.

Dao las miró una a una antes de volver a ensimismarse en el mantel. Parecía incapaz de entender lo que acababan de decirle, y un pensamiento compartido pasó por la mente de las seis amigas al mismo tiempo: tal vez aquel hombre tenía un problema cerebral. Sin embargo, antes de que nadie dijera una sola palabra, levantó la cabeza de nuevo, esta vez dejando al descubierto una lágrima que le cruzaba el rostro. Aseguró que no quería ser maleducado, ni pretendía hacerles perder su precioso tiempo, pero que su problema era mucho más serio que un simple problema de alcoba: otro hombre se interponía entre él y su mujer, y no sabía cómo resolver la situación.

El mundo era poco tolerante con los hombres de corazón sensible pero ¿cuánta gente se preocupaba de mirar en lo más profundo de su alma, solitaria por razones indecibles?

—¿Así que conoce usted a ese hombre? —inquirió la señora Cheng, sintiendo una punzada de desilusión al caer en la cuenta de que quizá no iba a tener ningún rompecabezas que resolver.

—Mi padre —le contestó Dao—. Lleva dos años viviendo con nosotros.

—¿Su padre? —exclamaron las seis al unísono, al tiempo que se levantaban de sus asientos.

—¿Quiere usted decir su padre y su esposa…? —se aseguró la señora Tang—. Mire usted que como su acusación carezca de fundamento soy capaz de darle una buena zurra.

—Dejémosle acabar —pidió la señora Guan.

Dao se miró las manos, que descansaban entrelazadas sobre el mantel, y confesó que sólo se trataba de una sospecha. Que la razón que le había movido a llamarlas era que necesitaba que le ayudasen a descubrir si, en efecto, su mujer y su padre mantenían una relación ilícita.

—¿Cuántos años tiene su padre? —preguntó la señora Tang.

—¿Por qué sospecha usted que mantienen una relación ilícita? —continuó la señora Cheng.

—¿Tiene usted hermanos? —inquirió la señora Lu—. ¿Dónde está su madre?

Dao se estremeció como si cada pregunta fuera una bala imposible de esquivar. La señora Mo suspiró e hizo un gesto suplicante a sus amigas para que se callaran, aunque sus propias manos temblaban de emoción al servir a Dao otra taza de té, mientras le decía que se tomara su tiempo. Reveló toda la historia con voz entrecortada: él era el más joven de cinco hermanos, el único chico de toda la familia. Sus padres habían sido la clásica pareja tradicional, un matrimonio de la anterior generación pasada. Su padre, el rey de la casa que dominaba a su mujer e hijos con una autoridad incuestionable; su madre, dedicada en cuerpo y alma a servir su marido con entusiasmo. Sus cuatro hermanas mayores habían contraído matrimonio al alcanzar una edad casadera; tres de ellas con hombres elegidos por su padre, pero la más joven de las hermanas, apenas unos años mayor que su hermano pequeño, había elegido marido en contra de la voluntad paterna. Desde entonces la habían marginado de los asuntos familiares, como castigo por parte del padre y como precaución por parte del resto de la familia, para no irritar al padre. Unos años atrás, habían diagnosticado a su madre un cáncer de hígado. Para entonces, Dao ya pasaba de la treintena pero, como era tan tímido, todavía no había tenido una sola cita. La madre, en el lecho de muerte, suplicó al padre que ayudara a su hijo a asegurarse una prometida rápidamente, para que a ella le diera tiempo a echar un vistazo a su futura nuera. Una vez se arregló el compromiso le presentaron a su esposa: una bella mujer que no era virgen, sino viuda, con un solo hijo a cargo de sus suegros.

—¿Conocía su padre a su esposa antes que usted? —preguntó la señora Cheng mientras pensaba en lo turbio de los arreglos matrimoniales: ¿qué clase de padre era aquel que endilgaba a su propio hijo como esposa a una mujer de segunda mano?

Dao contestó que lo ignoraba. Cuando le presentaron a su mujer estaba muy nervioso y ahora ya no era el momento de preguntárselo ni a su mujer ni a su padre.

—¿Estaba enamorado de ella cuando se casaron? —siguió la señora Cheng.

Dao le dijo que así lo creía, porque si no jamás hubiera accedido a casarse con ella. La señora Tang pensó que su voz sonaba insegura. Qué cosa tan despreciable era un hombre pasivo.

Dao continuó hablando, más tranquilo y aparentemente recuperado del shock inicial que le había supuesto escuchar su propia voz. Las seis amigas le escuchaban atentas, llenas de curiosidad y preguntas, que trataban de ocultar para no intimidar a aquel hombre que tan fácilmente se acobardaba. Siguió contando que, después de la boda, la vida fue tranquila y sin sobresaltos hasta que, seis meses más tarde, su madre pasó por fin a mejor vida. Como era lo habitual, los recién casados invitaron al padre a que se trasladara a vivir con ellos. Era su único hijo y, como tal, tenía la responsabilidad de cuidarle a pesar de que éste, a los sesenta años, seguía siendo más fuerte y sano que un toro. Dao llevaba más de un año atormentado por el temor a que su mujer le hubiese puesto los cuernos con su padre. No podía compartir tales miedos con sus hermanas y el nacimiento de su hijo, un niño que se parecía mucho a él cuando era un bebé pelón, no disipó la sombra de la sospecha.

—¿Quiere usted decir que el bebé podría ser medio hermano suyo? —se atrevió la señora Lu.

Dao replicó que, si supiera la respuesta a esa pregunta, no hubiera acudido a ellas. Tenía pocas pruebas, pero su mujer trabajaba de enfermera por turnos y siempre había lapsos de tiempo en los que ella coincidía en casa con su padre, a solas.

—Pero eso no quiere decir que le pongan los cuernos —dijo la señora Cheng.

Antes de bajar la cabeza, Dao se excusó diciendo que era un temor que le perseguía.

Los hombres son menos fuertes que las mujeres, tienen menor capacidad de recuperación

—¿Cómo le trata ella a usted? —preguntó entonces la señora Fan.

Dao reconoció que su mujer siempre le había tratado como debe hacerlo una buena esposa. Cocinaba bien, limpiaba la casa y no le pedía dinero para comprarse ropa cara. Ingresaba el sueldo en la cuenta común y dejaba que él llevara la economía doméstica. ¿Qué más podía pedir un marido a su mujer?

La señora Cheng se aclaró la garganta:

—Volviendo a mi primera pregunta —dijo convencida ya de que Dao debía de sufrir alguna enfermedad rara que le daba vergüenza confesar—: ¿Cómo se las arreglan ustedes en la alcoba? ¿Se satisfacen ustedes mutuamente?

Encarnado, Dao acertó a musitar un sí como respuesta. La señora Mo le miró con compasión y volvió a servirle té, para distraerle de su propio bochorno. El mundo era poco tolerante con los hombres de corazón sensible pero ¿cuánta gente se preocupaba de mirar en lo más profundo de su alma, solitaria por razones indecibles? Su marido, muerto hacía más de veinte años, era conocido entre sus colegas con el sobrenombre de «Yam, el blandengue». Era, además, blanco habitual de intimidaciones varias, el primero con el que meterse. Cuando se casó con él, su familia y amistades pensaron que estaba loca: una muchacha tan atractiva tenía mejores posibilidades que aquel hombre que ella misma había elegido. Ella contestaba siempre que su futuro esposo era muy buena persona, pero en realidad fue su tristeza lo que la había conmovido. Al empezar a salir con él, ella se convirtió en una aliada de sus padres, convencida de que podía librarle de aquella tristeza que no alcanzaba a comprender. Se había convertido en una inocente criminal, pensó cuando descubrió su idilio de más de dos décadas con otro hombre. Siempre había asumido que el accidente en la nieve fue la tapadera de un suicidio planeado durante largo tiempo pero su única hija, que entonces contaba ocho años, adoraba a su padre, de manera que la señora Mo se había encargado de mantener viva la imagen del ídolo en el corazón de su hija, por lo que había rechazado toda oferta de matrimonio. La gente admiraba su virtud y lealtad, qué fácil es engañarla con un tipo u otro de fachada.

—No entiendo nada —prosiguió la señora Tang—. En la cama todo funciona correctamente y ella le trata a usted bien. ¿Por qué entonces sospecha de su mujer? Si yo fuera usted, estaría celebrando la suerte de haber encontrado una esposa como ella.

—¿Y por qué su padre precisamente? —añadió la señora Cheng—. ¿Sólo porque el bebé se parece a su nieto?

—No le molestemos con nuestras propias opiniones —les interrumpió la señora Guan, tratando por todos los medios de evitar que Dao sufriera una vergüenza mayor. La señora Guan estaba sorprendida por la actitud tan poco profesional que mostraban hoy sus compañeras. Aunque si lo pensaba dos veces, aquellas mujeres siempre se habían comportado así, lo que normalmente le divertía mucho. A lo mejor era la única a la que se le estaba acabando la paciencia. El señor y la señora Guan disfrutaban de la pensión generosa propia de dos funcionarios públicos que, además, recibían un envío anual de dinero del hijo que vivía en los Estados Unidos. Por otra parte, estaban siendo testigos del boom económico histórico que se vivía en el país y a la señora Guan le dolía no participar en él. Anteriormente, se había dedicado a vender cosméticos entre las vecinas y amigas. Quién sabe si había llegado el momento de inventar otro nuevo negocio.

—Pero es que tenemos que entender su situación —protestó la señora Cheng—. Personalmente, no veo ningún problema a menos que este joven nos esté ocultando algo.

Dao les dijo entonces que se trataba de cómo había cambiado su padre. El viejo había sido un auténtico tirano durante toda su vida y, desde que se había trasladado a vivir con ellos, había cambiado sus reglas por las de su nuera. Y lo contenta que estaba ella. Era extraño que una viuda que había tenido que abandonar a su hijo para volver a casarse con un hombre tímido y tranquilo fuera tan feliz. Nunca se habían sobrepasado en su presencia pero, aun así, sentía que compartían un secreto del cual él estaba excluido:

—Es como si hubiesen construido una casa dentro de la mía para ellos dos solos —concluyó Dao, llorando ya sin ninguna clase de vergüenza.

Qué tristeza, pensó la señora Mo mientras se preguntaba si Dao sería capaz alguna vez de recuperar su propia vida. A ella le había costado años hacerlo, pero tal vez para él fuera distinto. Los hombres son menos fuertes que las mujeres, tienen menor capacidad de recuperación y, para colmo, muchos hijos no pueden escapar nunca de la sombra de sus padres.

—Señoras mías, cuando vi su programa de la tele supe que tenían gran experiencia con hombres y con mujeres. ¿Podrían descubrir si mis sospechas son ciertas?

—Pero, ¿cómo? —preguntó la señora Cheng —. Es muy diferente a destapar la identidad de una querida. ¿Pretende usted que nos traslademos a su casa y nos construyamos un nido bajo la cama de su padre? ¿Se divorciaría de su esposa? ¿Le entregaría su hijo a su padre? Dígame, jovencito, ¿qué haría si comprobáramos que lleva usted razón?

Si sospecha que hay un fantasma en su almohada, el fantasma siempre estará ahí; pero si se imagina un dios, allí estará ese dios para cuidar de usted desde arriba

Como si nunca hubiera pensado en tal posibilidad, Dao bajó agónico la cabeza, sin responder.

—Lo que a usted le gustaría es que le dijésemos que son inocentes, para que pueda usted vivir en paz, ¿no es así? —le dijo la señora Lu—. Déjeme decirle que si sospecha que hay un fantasma en su almohada, el fantasma siempre estará ahí; pero si se imagina un dios, allí estará ese dios para cuidar de usted desde arriba.

La vehemencia de las palabras de la señora Lu no sólo sorprendió a Dao, sino también a las otras cinco mujeres. La señora Lu se mordió la mejilla por dentro mientras se obligaba a callarse. Como solía decir, la paz viene del interior, y se había embarcado con sus amigas en aquella aventura detectivesca pensando que, si conseguía salvar matrimonios, terminaría ahuyentando el fantasma de aquella muchacha muerta. Pero la esperanza se había desvanecido. No había hecho mal al acusar a aquella chica, se recordaba a sí misma una y otra vez, a lo largo de los años. La había encontrado desnuda, en la cama con un compañero de clase, y ambos habían sido expulsados en menos de una semana. La chica se había colado en la residencia femenina un mes después, mientras la señora Lu revisaba el correo, y se había tirado desde el último piso. Diez años más tarde, aquel ruido sordo seguía estremeciendo a la señora Lu por la noche.

—La señora Lu tiene razón —apuntó la señora Fan—. Podemos aceptar su caso pero primero tiene usted que aclararse. Lo que descubramos puede hacerle sentir más desdichado y miserable de lo que es ahora, ¿se da usted cuenta?

Dao bajó la vista y se dedicó a juntar y separar las manos encima de la mesa:

—No podría hacer nada —dijo por fin—. No hay nada que pueda hacer. Al fin y al cabo, es mi padre. Lo único que me gustaría saber es si me han puesto los cuernos o no.

Qué hombre más débil, qué poco carácter, pensó la señora Tang. Su marido hubiera cogido un hacha y les hubiera exigido que le contaran la verdad, a padre y esposa, en lugar de andar llorando a unas extrañas. Su marido siempre había sido el que reaccionaba siempre con más rapidez, qué injusto que él, el más viril entre todos sus amigos, fuera al que primero había vencido la edad.

La única verdad que Dao debía descubrir, pensó la señora Fan, era que estaría siempre encerrado en su propia infelicidad, en su propia miseria. Igual que ella. No importaba que fuera un cornudo, lo mismo que no le importaba a ella que a su marido le hubiera abandonado su segunda mujer. A veces, el castigo llega como consecuencia de los propios errores; otras veces, el castigo llega sin que se haya hecho nada malo:

—Bienvenido al reino de los desventurados, de los abandonados —dijo la señora Fan, casi aliviada al reconocer la injusticia de su destino, y del de Dao.

La señora Guan miró a sus amigas. Ya sabía que no podían aceptar el encargo como un grupo, dado que no habían demostrado la misma compasión por Dao que por aquellas otras mujeres. Buscaría una excusa para hablar con él a solas de la posibilidad de llevarle el caso ella misma. Un plan de similares características ocupaba la mente de la señora Cheng, aunque los motivos que lo propiciaban no eran económicos sino que buscaban satisfacer su propia curiosidad. La descripción que había hecho Dao de su esposa y de su padre había intrigado a la señora Cheng: ¿qué clase de amor era tan embriagador como para que un padre engañara de semejante manera a su hijo? ¿Y qué movía a la esposa a satisfacer al hijo de su amante sin ninguna necesidad? Era mucho lo que había visto en su vida pero, aun así, a la señora Cheng le preocupaba perderse algo interesante antes de dejar este mundo.

La señora Mo observó a sus compañeras. Sabía que era su responsabilidad rechazar amablemente a Dao; a pesar de su curiosidad, no podía permitir que su historia rompiera aquellos lazos de amistad que había forjado para pasar acompañada sus días de soledad. A pesar de que trataba de buscar excusas para rechazar el caso, su mente vagó hasta la sesión de baile semanal que tenía aquella misma tarde. Había descubierto el baile tarde, pero desde entonces se había convertido en una auténtica adicta: girar agarrada del brazo de su pareja, unir sus cuerpos con el erotismo más inocente posible. No era tan sencillo intimar con otro ser humano mediante el simple contacto de cuerpo contra otro; necesitaba concentrarse por completo y mantener su alma alejada de las llamas, grandes o pequeñas, que encienden las pasiones de este mundo traicionero.

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TRADUCCIÓN DE MARÍA PÉREZ L. DE HEREDIA

 

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