Antes de resignarse a la idea de que el pozo principal de su pequeña hacienda estuviera seco, ordenó a uno de sus hijos que bajara por el brocal para comprobar que la manguera de extracción no estuviera dañada o mal puesta, pero en el fondo del hoyo de catorce metros no había nada más que arena y lodo. Aunque resultaba difícil creerlo, pues en su larga vida nunca había oído que un pozo del valle se secara en pleno invierno, a Santos Maldonado*, uno de los agricultores más viejos y respetados del Valle de Siria, no le cupo duda de que la causa de este suceso de mal agüero –el agotamiento un pozo que durante muchos años había rendido unos veinte galones de agua diarios– era la intensa y aparentemente absurda actividad de una compañía minera que hacía más o menos un año había comenzado a buscar oro en el valle. Al principio –y antes de que los pobladores sospecharan cuáles eran los planes de la compañía– se llevó a cabo un trueque de tierras en gran escala, con lo que el proyecto minero San Martín de EntreMares (propiedad de Glamis Gold, de Canadá) se adueñó de los montes de San Martín y del Tajo Rosado, situados en la Sierra del Cobre, y de una extensa planicie hacia el límite este del valle. Así, los antiguos dueños de estas tierras cubiertas de bosques secundarios se vieron desplazados a parcelas que, según comprobaron más tarde, demasiado tarde, carecían de títulos oficiales de propiedad: todavía hoy muchos de ellos están confundidos en cuanto a la legitimidad de sus posesiones. Luego vino la extracción masiva de arena del Río Playa, que atraviesa el Valle de Siria y que abastecía de agua pura a sus comunidades. Un poco más tarde comenzó la perforación de una serie de profundos pozos de absorción en el perímetro de las nuevas instalaciones de EntreMares. Los habitantes del valle tampoco comprendieron a tiempo que la arena extraída del Río Playa sería usada para bloquear la mayoría de las “quebradas” o arroyos que descendían de los montes que forman el valle, ni que aquellos pozos de absorción servirían para que la minera pudiera acaparar toda el agua de la región: no sólo la que hasta entonces había corrido en abundancia invierno tras invierno, sino también la del manto subterráneo que alimentaba los pozos de los agricultores durante el verano. No sabían, no podían saber, que para los modernos procesos de extracción de oro se utilizan enormes cantidades de agua. Luego vino la tala rasa de los montes de tierra roja donde se había detectado la existencia de metales nobles, e inmediatamente después comenzó la demolición del monte con explosivos.
Un camino recto y blanco, bajo el cielo azul de noviembre, atraviesa las extensas praderas y pastizales del Valle de Siria (Francisco Morazán, Honduras) y cruza el cauce seco del Río Playa –cuyas orillas están flanqueadas por grandes árboles– y sigue en dirección a la Sierra del Cobre, un modesto macizo verdinegro donde, desde la distancia, se ve una especie de vasto cráter, el foco de la actividad minera, donde la tierra vomita sus entrañas rojas y azufradas.
Un autobús de turismo con vidrios polarizados avanzaba lentamente por el angosto camino y arrastraba un plumón de polvo blanco hacia el fondo del valle. Pasó al lado de un viejo con sombrero de paja de alas muy anchas montado en un burro que trotaba camino abajo, y un poco más adelante tuvo que orillarse para dejar que lo adelantaran varios trailers pintados de blanco con contenedores que transportaban el cianuro que sería usado por la minera durante la próxima semana.
Más adelante, hacia el centro del ancho valle, el autobús se detuvo frente a las primeras casas de la comunidad de El Pedernal, hechas de adobe y cañas y cercadas con alambradas de púas, sobre las que estaban tendidas al sol varias prendas de ropa. Aquí esperaba una comitiva de unas veinte personas, entre ellas varios niños y mujeres, habitantes de El Pedernal, que habían decidido participar en el tour alrededor de las instalaciones de EntreMares. Este tour por las concesiones hondureñas para minería a cielo abierto (que hoy en día ocupan treinta por ciento del país) no fue organizado por una agencia de viajes. El bus, contratado en Guatemala, no transportaba turistas convencionales. Entre los pasajeros había unos veinte líderes campesinos de la altiplanicie guatemalteca –donde en la actualidad se gestan más de cien de proyectos mineros de envergadura semejante a las del Proyecto San Martín–, algunos activistas ecológicos, un representante de Cáritas Honduras, un periodista. El objeto era mostrar a los campesinos las posibles consecuencias de aquella minería moderna, consecuencias que los vecinos de El Pedernal parecían ansiosos por comunicar. Era como si el tener testigos de sus males pudiera aliviarlos de algún modo: contaban animadamente la historia de la destrucción de sus arroyos, las dificultades que acarreaba la sequía permanente, la aparición de enfermedades extrañas.
Los últimos en subir al bus fueron Luis Gonzales*, el guía local –un joven trabajador social que vive en el valle– quien inmediatamente después de subir tomó el micrófono para presentarse, y Rogelio Chung*, ingeniero químico graduado en la Universidad de Oxford.
El ingeniero es beliceño. Fue contratado por la Glamis Gold para trabajar como químico de planta en el Proyecto San Martín. Renunció a su empleo, a pesar de que gozaba de un buen salario, porque –dijo– estaba descontento por la falta de atención por parte de la compañía ante los problemas de aquellas comunidades que habían sido seriamente afectadas.
El problema principal era el agua; no sólo la escasez, sino el hecho de que la poca que aún podía tomarse comenzaba a dar señales de contaminación. Pero había otros problemas graves, como la acumulación de cianuro y otros minerales tóxicos que dejaría inservible el terreno ocupado por la minera y los alrededores posiblemente para siempre.
Chung, que había decidido permanecer algún tiempo en el valle para ayudar a los campesinos a defenderse del ataque minero (aunque también se oían rumores de que se había enamorado de una muchacha del valle) estaba dispuesto a proporcionar datos concretos y cifras precisas acerca de la extracción minera, pero explicó que no quería ser visto por los guardias ni por el personal de EntreMares, y no se bajó del bus en ninguna de las paradas escenográficas del tour.
Los antiguos dueños de estas tierras cubiertas de bosques secundarios se vieron desplazados a parcelas que, según comprobaron más tarde, demasiado tarde, carecían de títulos oficiales de propiedad
“Lo que todavía queda de la montaña –dijo Chung, señalando desde su asiento un alto filón de tierra roja con vetas color crema de material azufrado– será demolido por medio de explosivos.” El monte de San Martín, que hace tres años se elevaba a novecientos metros sobre el nivel del mar, alcanza ahora apenas unos quinientos, y dentro de pocos años será terreno raso. Desde el camino podían verse, en la cima del filón, recortadas contra el cielo, cuatro o cinco grandes máquinas perforadoras. “Hacen agujeros de unos doscientos metros de profundidad, y allí ponen las cargas de explosivos” –explicó. Pocos kilómetros al este del monte que desaparece, están las plantas de procesamiento de la compañía minera. Aquí, sobre un terreno nivelado por una escuadra de bulldozers, se levanta gradualmente –a medida que el monte original desaparece– una montaña artificial hecha de roca pulverizada o “harina”, una especie de pirámide escalonada que recuerda a las de Teotihuacán, que ha de ser constantemente bañada con solución de cianuro para la precipitación del oro.
Mientras el bus avanzaba lentamente por el camino de polvo blanco, haciéndose a un lado de vez en cuando para adelantar una carreta de bueyes o para dejar pasar camiones cisterna que transportan hidróxido de sodio (utilizado por la minera para reducir la volatilización del cianuro), Chung explicaba que la concentración de oro en el monte de San Martín es de aproximadamente un gramo y medio por tonelada de tierra. En el año 2002, EntreMares extrajo unas 148.500 onzas de oro, y para eso había consumido agua con cianuro a razón de doscientos mil litros por hora. Lo increíble –decía Chung– lo que le había sublevado, fue enterarse de que la minera no hacía lo necesario para evitar que el agua venenosa que inevitablemente se fugaba de los tanques de lixiviación penetrara en el suelo, de modo que ésta volvería tarde o temprano al sistema fluvial.
Aun cuando se toman todas las precauciones para evitar filtraciones o derrames de cianuro, los accidentes parecen ser la regla:
La noche del domingo 5 de enero, la compañía Minerales de Occidente, que explota oro de las minas San Andrés en Copán, Honduras, descargó solución de cianuro en el Río Lara. La compañía ha dicho que el derrame de cianuro fue accidental, ocasionado por la confusión de un operador con dos años y medio de experiencia, entre la válvula número 8 y la válvula número 3. A finales del día lunes se contaron alrededor de 18.000 peces muertos, además de otros animales como cangrejos y ranas. (La Prensa, Honduras, 14 de enero del 2004.)
El problema principal era el agua; no sólo la escasez, sino el hecho de que la poca que aún podía tomarse comenzaba a dar señales de contaminación
Promotores de salud de la comunidad indígena de Prinzubila, municipio de Prinzapolka, Región Autónoma del Atlántico Norte, reportaron la muerte de siete niños que supuestamente se envenenaron luego de tomar agua del río Bambana. El alcalde en funciones de Prinzapolka, Raymundo Tripas Jorge, dijo a La Prensa que por problemas de comunicación y de lejanía no había podido investigar la presunta intoxicación masiva en la comunidad de Prinzubila. “Tengo información sobre una fuga de agua ‘cianurada’ de una pila de oxidación en la mina canadiense Bonanza de Hemconic/Greenstone, pero no se ha determinado si tiene relación con el problema sanitario de Prinzubila”, expresó el edil.
El administrador de la empresa minera, Ronald Chévez, admitió la fuga. “Sabotearon las compuertas de la presa hidroeléctrica que abastece de energía a Bonanza, lo que paralizó la planta recicladora de agua cianurada”, explicó. A la vez, señaló que los mineros artesanales, mejor conocidos como güiriseros, también contaminan el río Bambana con mercurio. (La Prensa, Nicaragua, 21 de enero del 2003.)
El autobús se detuvo de nuevo por el arroyo de Casitas, y el guía invitó a los turistas a inspeccionar una de las pocas “quebradas” por las que aún corre algo de agua; aunque ligeramente contaminada. De veinticuatro arroyos o quebradas, diecinueve han sido “absorbidas” por los pozos de la minera, que finalmente se ha visto obligada a transportar agua potable en cisternas para uso de las comunidades. Chung se preguntaba quién transportaría la necesaria dos años más tarde, cuando la minera se hubiera marchado. Es dudoso que los campesinos empobrecidos del valle puedan costear el transporte, y parece probable que la mayoría se verán obligados a emigrar.
Era un día soleado, pero soplaba la brisa y bajo la sombra de los árboles a orillas del arroyo había bolsas de frescura inesperadas. El guía hizo notar que había algo extraño en el ambiente: no se oía el grito de ningún pájaro:
–Por aquí ya no se ve nunca ningún animal –dijo–. Hasta hace poco, el monte estaba lleno de pájaros. Había muchas ardillas y lagartijas, y en el arroyo había peces y renacuajos, pero vean ahora: nada.
Uno de los ambientalistas apuntó su cámara de vídeo para tomar imágenes de aquellos miembros del pequeño ejército privado que protegía las propiedades de la minera.
–Aquí damos la vuelta –dijo el guía.
Al lado del hilo de agua que corría entre las piedras, se veían sedimentos de una materia rojiza y oleaginosa. El guía tomó a un niño de unos seis años de entre el grupo de campesinos, para mostrar a los visitantes focos de calvicie, producto de un hongo del cuero cabelludo. Seguramente la afección no era difícil de tratar—dijo el guía– pero en el paupérrimo centro de salud de El Pedernal no había fungicidas. El médico de planta de la minera había declarado públicamente que estos hongos del cuero cabelludo y de la piel –de los que cada vez había más casos– no se debían a la contaminación con cianuro, sino a un régimen higiénico deficiente. Contra esta declaración se pronunciaron unánimemente los habitantes de El Pedernal:
–Yo me baño hasta tres veces al día, señor –aseguraba un anciano de aspecto pulcro–. Y mire todas estas manchas. Esto no se veía por aquí hasta hace como un año. –Se sonrió con amargura: –Ese doctor no sabe nada.
Después, varios hombres, mujeres y ancianos se animaron a exhibir, para ilustración de los visitantes guatemaltecos, curiosas y alarmantes erupciones y otras afecciones de la piel en brazos, piernas y vientres que hasta ese momento habían preferido mantener ocultas.
Alguien señaló unos arbustos a pocos metros del otro lado del arroyo: allí estaban dos guardias armados con fusiles, y uno de los ambientalistas apuntó su cámara de vídeo para tomar imágenes de aquellos miembros del pequeño ejército privado que protegía las propiedades de la minera.
–Aquí damos la vuelta –dijo el guía.
Ahora el camino era quebrada abajo y la leve inclinación del terreno hacía que el esfuerzo para andar fuera mínimo. Los campesinos del valle se rascaban aquí y allá para aliviar la picazón, que aumentaba por efecto del calor, pero parecían contentos y bromeaban jovialmente.
De pronto, el guía se detuvo:
–Por favor –dijo–, pásense la lengua por los labios. ¿Sienten un saborcito entre ácido y amargo, como de almendras podridas?
Varios de los turistas asentimos, y el guía sonrió con satisfacción:
–Pues bien, es lo que les decía el químico hace un momento: cianuro volatizado. El aire lo levanta de los patios de lavado y se lo trae volando hasta aquí.
La próxima etapa consistía en la circunvalación de las instalaciones del proyecto, que están protegidas con altas alambradas. Con una indignación que resultaba comprensible, el guía explicó que habían sido levantadas donde antes pasaba el viejo camino que comunicaba las comunidades de El Pedernal y El Porvenir. El autobús se detuvo un momento frente a la puertas fortificadas, bajo la mirada torva de varios guardias con metralletas, para que pudiéramos ver las banderas canadiense y estadounidense que ondeaban alegremente junto a un enorme cartel en el que se anunciaban los montos de inversión y ganancias de EntreMares en el año 2002. Del proyecto San Martín se extraen unas once mil onzas de oro al mes, a un costo aproximado de ciento treinta y cinco dólares por onza, con un precio de venta en el mercado de más o menos cuatrocientos dólares por onza. En teoría, el estado hondureño percibe uno por ciento de las ventas brutas del oro.
Como el camino original había sido bloqueado, era necesario dar un largo rodeo por un camino nuevo que orillaba los interminables patios de lavado de la minera. Una flotilla de camiones transportaba los restos del monte San Martín, ya convertido en “harina”, hasta los patios de lavado para ir formando la montaña artificial que se veía desde lejos.
Nosotros ya estamos arruinados. Pero ustedes pueden sacar provecho de nuestra experiencia. No deben permitir nunca que una compañía minera empiece a trabajar cerca de sus comunidades. No dejen que el monstruo asiente pie en su tierra
Lo que desde la distancia parecía una pirámide resultó ser una acumulación de piedra triturada con base en forma de herradura, y vimos que estaba rodeada por una serie de tanques con agua oscura. A espacios regulares, había tuberías blancas por las que el agua con cal y cianuro era bombeada hasta la capa más alta de la montaña artificial, donde era vertida sobre los escombros auríferos. Luego, el agua descendía por un sistema de conductos de drenaje con su valiosa carga de oro, hasta los estanques de lixiviación, donde se separaban las partículas de oro, y el baño permanecía ahí, aguardando la evaporación por efecto del sol.
Más allá de la montaña, una docena de bulldozers aplanaban el terreno, la vasta base sobre la que se levantará la próxima pirámide, hecha de los escombros del Tajo Rosado, en lo alto del cual podían verse ya varias perforadoras listas para comenzar a abrir los agujeros para las cargas de explosivos.
Concluida la circunvalación de los desoladores patios de lavado, el autobús retomó el camino antiguo para seguir en dirección a El Porvenir, y poco más tarde volvió a detenerse cerca de la entrada de un antiguo balneario de aguas termales. El guía tomó de nuevo el micrófono para explicar que el balneario estaba en desuso. Poco después del inicio de la actividad minera, los bañistas comenzaron a quejarse de que las aguas termales les causaban manchas amarillas en la piel, y en vista de eso el dueño lo cerró. Ahora vende el agua de sus fuentes al proyecto San Martín.
Cuatro años después de iniciada la explotación, en el proyecto sólo hay unos cincuenta empleados de origen local (y en el Valle de Siria viven más de cuarenta mil personas), y estos pocos privilegiados desempeñan labores llamadas “de pico y pala”. Aparte del necesario suministro de agua para uso público y la donación de leña (residuos de la tala masiva que se llevó a cabo para la “limpia” de los montes explotados), EntreMares no parece haber hecho mayores esfuerzos por beneficiar a estas comunidades. De nuestros acompañantes, ninguno había visto jamás un grano de oro. Han visto sólo las luces de los helicópteros que llegan de noche en noche y que, suponen, sirven para transportar el metal, y las flotillas de furgonetas blindadas de la Proval que visitan el valle periódicamente.
–Nosotros ya estamos arruinados –nos dijo don Santos Maldonado mientras almorzábamos con piste de maíz y gallina, un plato típico del valle–. Pero ustedes pueden sacar provecho de nuestra experiencia. No deben permitir nunca que una compañía minera empiece a trabajar cerca de sus comunidades. Al principio es posible detenerlos, si no les venden la tierra que necesitan, por más dinero que les ofrezcan. Es la vida, no sólo la suya, sino la de sus hijos y nietos, lo que estarían vendiendo. A mí me quedarán tal vez cuatro o cinco años de vida, pero pienso usarlos para luchar. No por mí, sino por mis hijos y mis nietos, que son muchos, aunque sabemos que luchamos contra un monstruo.
Don Santos había dirigido a mí las últimas palabras, pero en ese momento no atiné a contestar nada.
–El peligro que ustedes corren es mayor –continuó Cheng– porque en Guatemala hay mucho más oro que en Honduras. No dejen que el monstruo asiente pie en su tierra. Mientras antes comiencen a combatirlo, más oportunidad de vencerlo tendrán. Los campesinos son pobres y no pueden luchar solos. Van a necesitar gente que sepa lo que es esto, para que entiendan cómo deben luchar. Yo tengo que volver a Belice, que es mi tierra, porque sé que allí también están buscando oro. Pero les deseo a ustedes la mejor de las suertes.
¿Cómo es posible –pregunta una mujer– que se permita que el escaso beneficio de unos cuantos vecinos y un puñado de funcionarios determine la ruina del resto del pueblo durante generaciones y generaciones?
A mediados de febrero de este año, tres meses después de la visita al Valle de Siria, fui invitado a presenciar la primera manifestación guatemalteca contra la minería de oro a cielo abierto, que se llevaría cabo en el lejano municipio de Sipacapa, San Marcos, donde Glamis Gold, que en Guatemala se hace llamar Montana Exploradora, acaba de poner en marcha el Proyecto Marlin, el primer ensayo de minería de oro y plata a cielo abierto en tierra guatemalteca.
Llegamos a Sipacapa después de largo viaje en jeep a través del altiplano más elevado y los barrancos más hondos de Guatemala. Paisajes cubistas en varios tonos de pardo y amarillo de hierba seca y trigo maduro, con bestias trillando la mies a la usanza antigua y levantando un polvo dorado a la orilla de los caminos de tierra roja. Panoramas de colinas con parches verdes de bosques de encinos y pinos, y, en el fondo, hacia el norte, las cumbres azules de los Cuchumatanes, o los picos etéreos del Tacaná o el Tajumulco hacia el oeste en el horizonte más lejano.
Sipacapa tiene alrededor de catorce mil habitantes. El sipacapense, una de las lenguas mayas menores, se habla únicamente en este lugar, y no se parece al multitudinario mam, la lengua de los municipios circundantes. La gente de la región vive de la agricultura de subsistencia –trigo, maíz, frijol– y los campesinos migran periódicamente a la costa del Pacífico, donde trabajan como peones de finca para aliviar la escasez que enfrentan año tras año.
La compañía minera obtuvo licencia de explotación durante los últimos días del gobierno de Alfonso Portillo –un gobierno hoy en plena fuga, con más de una docena de funcionarios de primera fila con órdenes de captura, de arraigo, bajo arresto domiciliario, o en la cárcel– y sin que se hicieran las consultas previas con representantes de los pueblos indígenas según exige el convenio 169 de la OIT1, pero cuenta ya con la aprobación del nuevo gobierno. La minera no ha escatimado esfuerzos para ganarse la confianza y la simpatía de los vecinos marquenses y de la opinión pública en general –prometiendo sueldos superiores a los que normalmente se pagan en la región, ofreciendo becas escolares, talleres de capacitación en carpintería y tejido de punto a través de Sierra Madre (ONG financiada por Montana Exploradora) y proclamando supuestas preocupaciones ambientalistas y sociales por medio de panfletos y volantes– y sin embargo la confrontación con las comunidades locales y grupos de resistencia ambientalista y de solidaridad ha sido inevitable.
A las nueve de la mañana el pueblo parece vacío. En la calle principal, que desemboca en la plaza, hay un pelotón antimotines –unos cuarenta policías– aguardando a los manifestantes. Una hora más tarde se ve a una numerosa comitiva acercarse por la larga calle de polvo color crema hacia la plaza central. Traen varias mantas en alto, con consignas como NO QUEREMOS CIANURO; NUESTRAS VIDAS VALEN MÁS QUE EL ORO; FUERA LOS MINEROS, y las insignias de las organizaciones que auspician la manifestación: la curia católica local, el Movimiento de Trabajadores Campesinos (MTC), la organización indígena Aj’chmol2, la Defensoría de la Mujer Indígena, y el grupo ambientalista MadreSelva. Serán unas mil personas –además de los sipacapenses han acudido varios camiones con gente de los municipios vecinos– y marchan en orden hacia la plaza, deteniéndose de tiempo en tiempo para que alguien lance una consigna o pronuncie un discurso breve.
En la pequeña plaza con su palacio municipal y el típico quiosco para la banda de música, hay también un mapa de hormigón en relieve del montañoso y accidentado municipio de Sipacapa, con los ríos Tzalá y Cuilco representados por sinuosas líneas azules. Los manifestantes se agrupan frente al palacio, y el alcalde recién electo abre la ceremonia pidiendo a la gente que se descubra la cabeza y guarde silencio; es el momento de invocar, estilo maya, a los abuelos, al día del calendario, y a Dios:
–Creador y formador del cielo y de la Tierra –recita el alcalde– haz que nuestras mentes, nuestros corazones estén limpios, que seamos dignos de la Naturaleza, que haya Paz… Señor, escucha nuestras peticiones, hoy, el día Be, día del camino, que el camino nos lleve hacia la Paz…
El Estudio de Impacto Ambiental para el Proyecto Marlin es un fajo de 639 folios que parece haber sido redactado con fines de ilegibilidad
Los hombres, que visten pantalones vaqueros, botas y sombreros tejanos, y las mujeres con sus coloridos huipiles, aun los adolescentes con pantalones holgados y gorras de béisbol: todos guardan silencio hasta que termina la invocación. Siguen varios discursos en español, en sipacapense y en mam: el alcalde promete defender los intereses de la población frente a los intereses de la minera; los ambientalistas y los miembros del MTC exhortan a la gente a que haga valer sus derechos. Luego toman la palabra las dirigentes de Aj’chmol y otras matronas locales. La más elocuente de éstas (que había visitado el Valle de Siria) dice que tal vez los hombres que vendieron sus tierras a la compañía podrán irse a vivir a otra parte, pero las mujeres, y sus hijos, están atadas a la tierra y tendrán que quedarse allí cuando, pocos años más tarde, todo el oro haya sido extraído, y en el lugar donde estuvieron las montañas que la minera tiene previsto demoler queden sólo escombros contaminados con cianuro, apilados peligrosamente en las cañadas. (La compañía tiene previsto “procesar” catorce mil toneladas de roca diarias, durante diez años.) El agua de los manantiales y ríos que hoy en día sirve a las comunidades, probablemente ya no podrá beberse, y tampoco será buena para regar. ¿Cómo es posible –pregunta la mujer– que se permita que el escaso beneficio de unos cuantos vecinos y un puñado de funcionarios determine la ruina del resto del pueblo durante generaciones y generaciones? El estado central percibirá uno por ciento de la venta bruta del oro guatemalteco. Pero aun si estas regalías fueran muchísimo mayores –dice más tarde otra mujer– para los campesinos que viven en los alrededores de las seis mil y tantas hectáreas que abarcará el Proyecto Marlin, la explotación minera tendrá consecuencias nefastas a perpetuidad.
Voy a sentarme en una banca, para tomar notas, y al cabo de un rato dos niños se instalan a mi lado.
–Vos, ¿estás con la mina? –me pregunta uno de ellos.
Ni los turistas capitalinos ni los extranjeros frecuentan Sipacapa. Yo podía ser uno de los contratistas o “coyotes” que emplea la Montana.
–No. ¿Por qué?
–¿Y para qué viniste?
–Me invitaron a venir.
–¿Quién?
–La señora que acaba de hablar.
–Entonces, estás contra la mina.
–¿Y vos?
–Yo no, yo estoy a favor.
–¿Y por qué?
–Porque sí.
El otro niño se pone de pie:
–¡Porque a tu papá lo compraron!–exclama.
–¡Al tuyo! –responde el primero, y alza el brazo en amenaza. El otro echa a correr entre risas y su amigo corre tras él.
Hay una recaudación de firmas de protesta al terminar los discursos, y cientos de sipacapenses hacen una apretada cola en la plaza para anotar sus nombres y números de cédula, mientras los que han llegado de las aldeas vecinas comienzan a dispersarse.
Durante el almuerzo, servido en la cocina parroquial en una mesa para doce personas, entre reporteros, ambientalistas y religiosos italianos, conocí a Ricardo M*, un italiano que combatió en Kosovo. Él administra la parroquia de Sipacapa, aunque no es religioso (el cura de Comitancillo viaja semanalmente a Sipacapa para decir misa). Su tío, quien también acudió a Sipacapa para la manifestación, es el párroco de San Pedro*. Ricardo es quizá el crítico más vehemente del Proyecto Marlin. Contó que recientemente había recibido varias llamadas nocturnas, llamadas siniestras: “Tus días felices ya se acabaron” o “Salí de Sipacapa, si querés seguir sano”, decía una voz de hombre (no la de un campesino, según Ricardo) con música de cantina y ruidos de vasos chocando en el fondo. Él no hace caso. Se limita a desconectar el teléfono por las noches, para dormir tranquilo.
La intensa fiebre que consume a países de América, África y Asia, parece por el momento injustificada
Haciendo sobremesa, se calculó que las firmas recogidas en la plaza ascenderían a cuatrocientas. Con el diez por ciento de los seis mil vecinos empadronados en Sipacapa que firmen, podrá comenzarse una impugnación popular contra la licencia municipal otorgada a la minera por el alcalde anterior.
–Aunque consigan esas seiscientas firmas, lo que probablemente será fácil –dijo el cura tío de Ricardo, un sesentón centroitaliano enjuto e intenso con cabello plateado–, no servirá de nada, hombre. Habría que comenzar a bloquear carreteras.
Tenía una manera de hablar desenfadada y un poco burlona, pero esto lo decía en serio. Según él, la única manera de detener a tiempo la amenaza minera sería la obstrucción pacífica de los caminos vecinales que permiten el acceso a las zonas que los mineros tienen previsto explotar.
La sobremesa terminó en una nota que no invitaba al optimismo. Dos reporteros de televisión que habían ido en un picup hasta el sitio donde la Montana construye su base de operaciones, a unos treinta minutos, volvieron con la noticia de que habían sorprendido allí al alcalde, que se había marchado del pueblo al terminar su “invocación a los abuelos” y su breve discurso de defensor del pueblo, para ir a conversar con los mineros. No permitió ser entrevistado, y ordenó a los reporteros que apagaran sus cámaras. Más tarde se reveló que había aceptado una invitación de Glamis Gold-Montana para viajar a las minas de San Ignacio, Honduras.
El Estudio de Impacto Ambiental para el Proyecto Marlin es un fajo de 639 folios que parece haber sido redactado con fines de ilegibilidad. La retahíla de datos interesantes, aunque incongruentes, incluye pasajes acerca de la fundación mítica de San Miguel Ixtahuacán (“Dicen que donde se encuentra actualmente la población había un lago lleno de culebras. Cuando llegó San Miguel le gustó tanto el lugar que secó el lago y les dijo a las culebras que se fueran…”), citas de Fuentes y Guzmán, el cronista español (“Don Francisco, al describir en el siglo XVII al pueblo de Sipacapa, se mostró sorprendido no sólo por la limitación de su estirpe, sino por el abatimiento y desnudez en que vivían”), y otras sorpresas:
En la compra de los terrenos se ha establecido un precio fijo por área para facilitar el proceso de compra [entre tres y cinco dólares por metro cuadrado]. Cuando los terrenos poseen alguna vivienda (normalmente construidas con adobe y techo de lámina) se han fijado precios dependiendo si el dueño desea llevarse el techo de la vivienda, o si lo deja.
Cerca de la mitad de las personas que han vendido sus tierras en este programa, son ahora empleados de Montana Explotadora.
El Proyecto se ubica en el caserío San José Nueva Esperanza (107 habitantes), cerca de las comunidades Agel (931 habitantes) y San José Ixcaniche (370 habitantes). Existen dos grupos étnicos, mames (99,31 %) y no mames (0,69%)
De los más de 200 empleos que generará el Proyecto, aproximadamente 180 será personal contratado localmente. Por lo tanto unas 150 familias mejorarán sus expectativas de salud, educación y calidad de vida.
Se reglamentará la velocidad y el horario del tráfico en los segmentos donde la ruta atraviesa las comunidades de Siete Platos, Chuena, la Cal, y la aldea Cucal, para [y este toque de consideración parece un mal chiste] no alterar la tranquilidad durante la noche y a la hora del almuerzo.
Si el oro era inagotable y estaba en todas partes (como el espíritu) me parecía absurdo que los hombres nos obstináramos tanto en acumularlo y atesorarlo
De vuelta en la Ciudad de Guatemala, pedí a una amiga periodista que me ayudara a entrevistarme con algún representante de la minera. Pero la encargada de relaciones públicas advirtió que, si la entrevista me era concedida, sería por escrito, y un abogado de la compañía revisaría las preguntas. Por azar me enteré de que el gerente general y representante legal de Montana Exploradora era un antiguo compañero del liceo, y decidí llamarlo. Hacía más de veinte años que no conversábamos, pero me recordaba. ¿Qué clase de información querría obtener?, me preguntó. Le dije que había visitado Sipacapa durante la manifestación contra Montana Exploradora, y que allí la gente estaba preocupada por el agua. Habían oído decir que la minera necesitaría enormes cantidades, y que había muchos riesgos de contaminación de las reservas locales.
Nos encontramos –por sugerencia suya– en un restaurante con pretensiones peruanas en la llamada Zona Viva, el barrio chic de la capital. Se hizo acompañar por un colega, el gerente de medio ambiente de la minera. Originario de Costa Rica, geólogo y minero por vocación, me explicó que desde niño había soñado con dedicarse a la busca y extracción de minerales. No comprendía la oposición que encontraba últimamente a la actividad minera, que él consideraba beneficiosa. Le molestaba –añadió franca y aun cordialmente– que gente como yo usáramos, al referirnos a la extracción de oro, expresiones como “destrucción de los montes”. Lo que ellos hacían era extraer minerales valiosos de la tierra en beneficio de todo el mundo. Era una actividad industrial como cualquier otra y así debía juzgarse. Además ¿qué otra industria pagaba regalías por la venta de sus productos? El oro lo encontraron ellos, y sin ellos no podría convertirse en riqueza, dijo.
Después de este preámbulo, saqué una grabadora de reportero, pero el gerente ambiental se opuso rotundamente a que la usara. No estaba autorizado, me dijo, para hacer declaraciones públicas. Pregunté de quién necesitaba autorización, ya que allí estaba el gerente general. Tenían jefes más altos, dijeron. Saqué una libreta de apuntes.
Yo quería saber qué cantidad de agua tenían previsto utilizar durante el periodo de explotación en Sipacapa y San Miguel Ixtahuacán, de donde, como Glamis Gold anuncia en su página de internet, esperan extraer más de dos millones y medio de onzas de oro. Esto significaría lixiviar unos veinte millones de toneladas de roca, calculando que allí han encontrado oro en una proporción de 3,5 gramos por tonelada. Le pregunté cuántos galones de agua necesitarían para eso.
Después de reflexionar un momento, el gerente de medio ambiente de Montana Exploradora aseguró que no podía contestar a esa pregunta. ¿Ni siquiera aproximadamente?, insistí. No quería equivocarse, me dijo. Pero los datos concernientes constan en el Estudio de Impacto Ambiental para el proyecto Marlin (en cuya elaboración, como me enteré más tarde, participó el mismo gerente, “quien también ha sido responsable de mantener comunicación con funcionarios gubernamentales y ha participado en procesos de consulta pública de proyectos mineros conflictivos”, según consta en el Estudio): la minera puede utilizar hasta doscientos cincuenta mil litros de agua por hora3. ¿Qué reservas de agua subterránea existían en la región?, pregunté enseguida. No tenían datos exactos, todavía lo estaban estudiando, aseguró. Según el Estudio de Impacto Ambiental “El Proyecto no utilizará el agua subterránea debido a su profundidad y bajo caudal. Del río Tzalá [tributario del Cuilco, que nace en San Marcos y baja hacia México, donde recibe el nombre se Grijalva y confluye con el Usumacinta] se tomará durante la época seca el equivalente a la cuarta parte para el proceso industrial”. Tal vez tendrían que recurrir al agua de lluvia para completar el suministro –siguió explicando– y quizá incluso se verían obligados a transportar agua de otras partes. ¿De dónde? El gerente no podía decirlo.
¿Cuáles eran los riesgos de contaminación de ríos y aguas subterráneas por la lixiviación con cianuro? (Según el Estudio, la planta de proceso desechará aproximadamente 171.000 litros de solución de cianuro por hora).
–Los riesgos son mínimos –aseguró–. Usamos los tratamientos más exigentes según los estándares ambientales de Estados Unidos.
Muchos, como el gerente ambiental de la Montana, argumentan que las normas de minería en los EEUU deben ser tomadas como modelos. Pero casos como la mina Zortman-Landusky, propiedad de la compañía canadiense Pegasus Gold, en el estado de Montana –donde la población consiguió que se prohibiera el desarrollo de nuevas minas a cielo abierto, hecho que, irónicamente, los gerentes de Montana Exploradora dijeron que ignoraban–demuestran que aun esas normas son inadecuadas. La operación Zortman-Landusky perdió el derecho a un depósito de fianza por treinta millones de dólares para cubrir costos de recuperación en el sitio minero después de un derrame de cianuro4.
En el Valle de Siria yo había visto calvicie infantil, y llagas en caras, brazos y vientres. Según el gerente ambiental de la Montana, nadie ha llegado a probar que eso fuera consecuencia del cianuro desechado. Sin embargo, a finales del 2003, el doctor Almendares Bonilla5 (Premio Nacional de la Ciencia, Premio de las Américas en Educación Médica, ex rector de la Universidad de Tegucigalpa) presentó en conferencia de prensa un trabajo de investigación que demostraba que la salud de más de cuatrocientas personas ha sido afectada en el Valle de Siria por la operación minera. ¿No les preocupaba saber que esos problemas podían deberse a las grandes cantidades de cianuro que usaban?
–No conozco ese estudio –reconoció el gerente ambiental con un ligero encogimiento de hombros–. No somos perfectos. Hay que perfeccionar la técnica para evitar esa clase de problemas.
El uso del oro en la actualidad sigue siendo principalmente monetario (60%) y suntuario (30%). Hay además un alza en su uso tecnológico y medicinal en la última década, de modo que la esperanza de un colapso mundial en el precio del oro, que pondría fin a la intensa fiebre que consume a países como Honduras, Nicaragua, Perú, Venezuela, Guyana, y a tantos otros de África y de Asia, parece por el momento injustificada.
–¿Y mientras tanto?
–No somos perfectos –repitió el gerente, esta vez incómodo–. Hacemos lo que podemos. El oro es necesario, y está en todas partes, es inagotable. Todavía no hay un método rentable para obtenerlo, pero hay oro hasta en el agua del mar.
Si el oro era inagotable y estaba en todas partes (como el espíritu) me parecía absurdo que los hombres nos obstináramos tanto en acumularlo y atesorarlo. La imagen del mar que contenía oro me recordó el eslógan que llama al agua “el oro azul”.
–En Buenos Aires, un litro de agua pura vale lo mismo que uno de gasolina. En el proyecto Marlin usarán dos billones de litros de agua al año. ¡Agua de la Sierra Madre! Podrían embotellarla y venderla, toda esa agua de manantial, ahorrarse el trabajo de mover montañas, y tal vez hasta ganar más –le dije al gerente ambiental; pero no le pareció divertido.
Mi antiguo compañero pidió la cuenta para dar la entrevista por terminada. Hubo una breve discusión acerca de quién la pagaría. Pese a mis protestas, no sería yo.
–Si preferís –me dijo el gerente ambiental– no lo cargo a la compañía. Será una invitación personal. □
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1) Organización Internacional del Trabajo. “El convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes” se aplica a los pueblos cuyas condiciones sociales, culturales y económicas los distinguen de otros sectores de la colectividad nacional, y a los pueblos en países independientes considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban el país en la época de la conquista o del establecimiento de las actuales fronteras estatales. El Estado guatemalteco ratificó este convenio en 1996.
2) Aj’chmol: Nombre de una deidad de los telares.
3) Una familia sipacapense utiliza un promedio de 5.000 litros de agua al mes.
4) Varios funcionarios estadounidenses afirman que esta limpieza de daños ambientales costará 33.5 millones de dólares más que el depósito hecho por Pegasus Gold. “Esto podría servir de advertencia a quienes creen que las minas modernas no son una amenza para el ambiente y la salud pública”, concluye la Declaración Suplementaria Final de Impacto Ambiental (Final Supplementary Environmental Impact Statement: FSEIS). Información basada en una publicación del Mineral Policy Center, Washington, D.C., 1999, “Golden Dreams, Poisoned Streams”.
5) El doctor Almendares denunciaba asimismo que EntreMares comenzó a operar en el Proyecto San Martín en 1999 “antes de obtener la evaluación de impacto ambiental, lo que debió bastar para que las autoridades mandaran detener las operaciones de la minera”. Según Revistazo.com (Honduras, octubre, 2003) la fiscalía hondureña del medio ambiente inició una investigación sobre las actividades de EntreMares, y ya en el año 2000 había interpuesto una acusación formal contra la empresa ante un juzgado estatal “por delitos ambientales que incluyen: usurpación del agua, daños agravados, delito forestal y desobediencia a la autoridad”. El juzgado conoció la causa, pero la orden de captura emitida durante el proceso contra el representante legal de la compañía, un ciudadano canadiense, no se ejecutó y el proceso está, tres años más tarde, todavía en suspenso.
* Nombres ficticios
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