En una secuencia de mi novela parisina Paisajes después de la batalla[1], el narrador-escriba, que copia escrupulosamente en sus cuadernos algunos anuncios eróticos de Libération y redacta otros aún más atrevidos y caprichosos, esboza su autorretrato:

REFLEXIONES YA INÚTILES DE UN CONDENADO

Mi ideal literario: el derviche errante sufí.

            Un hombre que rehuye la vanidad, desprecia las reglas y formas exteriores de la conveniencia, no busca discípulos, no tolera alabanzas. Sus cualidades son recatadas y ocultas y, para velarlas y volverlas aún más secretas, se refocila en la práctica de lo despreciable e indigno: así, no sólo concita la reprobación de los suyos, sino que provoca su ostracismo y condena. Tras las máscaras y celajes de la escritura, la meta es el desdén: el rechazo orgulloso de la simpatía o admiración ajenas será el requisito indispensable de la alquimia interior operada bajo el disfraz de una crónica burlona y sarcástica, de los lances y aventuras de una autobiografía deliberadamente grotesca, de la minuciosa exposición de las ideas cliché de la época que configuran poco a poco el mapa universal de la idiotez[2].

Molinos de viento en Campo de Criptana. Foto por: Massimo Frasson. Imagen vía.

La alusión al autor de Bouvard et Pécuchet no hace sino confirmar la filiación flaubertiana del libro, ya señalada en la cita colocada a modo de epigrama en mi novela: «Ponían en duda la probidad de los hombres, la castidad de las mujeres, la inteligencia del gobierno, el buen sentido del pueblo, en definitiva, socavaban las bases».

            Hoy añadiría otras dos citas que nos acercan al núcleo central del libro al que, a su manera, se asoman todos los flaubertianos, desde un Faguet hasta un Raymond Queneau, de Sartre a Borges: «Entonces se desarrolló en su espíritu una facultad molesta, la de percibir la estupidez y ya no poder tolerarla […] Cuando consideraban lo que se decía en su ciudad […], se sentían como si gravitara sobre ellos toda la pesadez de la tierra».

            Flaubert dedicó los últimos años de su vida a esta «novela insensata», como él mismo la calificaba, sin conclusión posible, con una obstinación feroz, hasta el punto de identificarse con sus personajes y sus caprichos. Chavignoles, el lugar en el que se instalan Bouvard y Pécuchet para estudiar y comprender el mundo en que viven, encarna poco a poco a sus ojos un resumen de la estupidez universal que los asfixia: es una especie de reproducción avant la lettre de la Aldea global que hoy se nos vende un poco por todas partes, esa aldea en la que, como en los sueños del universo armonioso de Bouvard, la tierra se vuelve más hermosa, la vida humana más longeva, donde una lluvia que ha sido provocada limpia las ciudades y en la que los navíos atraviesan los mares polares fundidos bajo las auroras boreales…

            Pero veamos primero cómo Flaubert bosqueja a sus héroes en la primera página de su libro:

Aparecieron dos hombres.

            Uno venía de la Bastilla, el otro del Jardín botánico. El más corpulento llevaba un traje de lino y caminaba con el sombrero para atrás, el chaleco desabrochado y la corbata en la mano. El más pequeño, cuyo cuerpo desaparecía dentro de una levita marrón, escondía la cabeza bajo una gorra de visera picuda.

            Una vez que hubieron llegado al centro del boulevard, se sentaron, en el mismo momento, en el mismo banco.

Hay que convenir que la locura es el mejor antídoto contra la miopía de los críticos de ayer y hoy

            Desde este instante, «se encuentran a mitad de todo», para retomar la expresión de Montaigne a propósito de su amistad con La Boétie: como dirán los narradores anónimos de la penúltima novela de Günter Grass[3] al hablar de sus héroes, «ningún artificio literario podría separarlos». A semejanza de don Quijote y Sancho –a los que sin embargo Cervantes termina separando, cuando el hidalgo se queda en el castillo de los duques y su escudero parte para gobernar la ínsula de Barataria–, de Jacques el fatalista y su maestro, o de Laurel y Hardy, Bouvard y Pécuchet ocupan el escenario permanentemente, como unos espejos que se reflejan. ¿Son unos necios o unas víctimas de la necedad del mundo? Los flaubertistas no llegan a ponerse de acuerdo sobre este punto: la estupidez se transmite de forma recíproca, circula en ambas direcciones como en unos vasos comunicantes.

            Me parece más interesante el problema de la clasificación de los héroes de Flaubert en la tabla de los arquetipos literarios: ¿son unos personajes «intransitivos», es decir, construidos de una sola pieza y, desde el principio, dotados por el autor de una esencia inmutable? El candor casi angelical que los conduce a caer en la trampa, en todos los órdenes del saber –agricultura, jardinería, mineralogía, nutrición, arqueología, historia, política, economía, educación, etcétera– y el hecho de que, a pesar de sus previsibles fracasos, se consagren a otras chifladuras con el fervor del neófito, parecería situarlos a primera vista en el terreno de los personajes sin experiencia ni memoria, condenados a repetir incansablemente sus meteduras de pata para mayor placer del lector o del espectador de la comedia o la película. En este caso, estaríamos sólo ante unos personajes unidimensionales, cómicos sin duda, pero unos peleles al fin y al cabo, puestos al servicio de una fábula inventada por Flaubert como exutorio de su hastío del mundo. Sin embargo, sería una error considerar su novela más ambiciosa como una simple heredera del cuento filosófico de Voltaire, pues si Bouvard y Pécuchet persisten en sus extravagancias y desengaños sin desanimarse, algunas palabras del autor nos los muestran, a la vuelta de una frase, vulnerables y, en consecuencia, terriblemente humanos: «Unos hábitos que habían tolerado los hacían sufrir […] Y, al tener más ideas, sufrían más».

            Con una concisión admirable, Flaubert desvela la naturaleza de estos muchachos, buenos pero testarudos, cuya capacidad de rebelión y de dolor permanece oculta debido a la acumulación de fracasos hilarantes y cómicas derrotas. Por otra parte, si bien su volubilidad y su falta de memoria en relación con sus precedentes fracasos –necesarios, no lo olvidemos, para la arquitectura de la novela– les confieren las más de las veces un aire avergonzado, sus dudas, sus descubrimientos y sus enseñanzas demuestran, por el contrario, una gran perspicacia y subrayan los peores males de nuestro siglo: su entusiasmo por el «milenarismo celta» (tan próximo al de los ultranacionalistas vascos), sus sospechas sobre el mito fundador de Francia (y pienso también en el de España), su desconfianza a propósito de «los fraudes en todos los productos alimenticios» o incluso sus premoniciones sobre el futuro de «la literatura industrial» y sobre el futuro del hombre moderno «empequeñecido y convertido en máquina» no corresponden a unos espíritus cortos de miras. El principio constructivo de la novela póstuma de Flaubert se basa en una especie de lógica perversa que encadena un tema con otro, y éste a un tercero y así sucesivamente: «Como la música suaviza las costumbres, Pécuchet pensó aprender solfeo». Esta lógica, llevada hasta el absurdo, es, como en el caso del Quijote, el hilo que vincula las diferentes partes del relato y provoca al mismo tiempo bruscas rupturas que hacen las delicias del lector:

Contentos de haber promovido el Progreso, la civilización, los dos amigos se separaron.

            Al día siguiente, les enviaron una citación para comparecer ante el tribunal de policía por injurias a la guardia.

La tentativa de Flaubert de escribir un libro cómico es, por tanto, una apuesta segura: no paramos de reírnos ante el fracaso de los proyectos agrícolas de sus héroes o de sus sistemas contradictorios de educación aplicados a Victor y Victorine. Existe un vínculo profundo entre la comicidad de Don Quijote y la de Bouvard et Pécuchet. Más aún, el origen de la locura de sus héroes es de la misma naturaleza. El intento de los personajes flaubertianos de comprender el mundo racional y científico del siglo XIX por medio de los manuales destinados al gran público y de unas obras especializadas sacadas de las bibliotecas próximas a Chavignoles –«Todas estas lecturas, dice Flaubert, les trastornaron el cerebro»–, este intento es, por tanto, paralelo al de don Quijote, que busca en las novelas de caballería una respuesta a los problemas de su tiempo: «Se enfrascó tanto en su lectura […] que vino a perder el juicio», escribió Cervantes. Sin embargo, como ya hemos señalado, el poder de contagio de lo escrito no se reduce a los héroes atormentados de Cervantes y de Flaubert: «contamina» y fecunda también a los lectores, y sobre todo a los relectores, atrapados por la locura de la literatura.

El lenguaje universal de la idiotez lo asimila la antropofagia del copista, que lo desconstruye a través de la cita

            Oponiéndose a la lectura mediocre y plana de algunos flaubertistas, Borges percibió la dimensión sagrada de la locura, o de esta gracia, tan próximas de las del héroe de Cervantes:

La justificación de Bouvard y Pécuchet, me atrevo a sugerir, es de orden estético […] Una cosa es el rigor lógico, otra la tradición ya casi instintiva de poner las palabras fundamentales en la boca de los simples y de los locos. Recordemos la reverencia que el Islam tributa a los idiotas, porque se entiende que sus almas han sido arrebatadas al cielo; recordemos aquellos lugares de la Escritura en que se lee que Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios[4].

El gran maestro sufí Muhyî al-Din Ibn Arabî[5] expuso en varias de sus obras su concepción del buhali[6], que puede resumirse así: un ser razonable pero privado de la razón. Si se acepta la sugerencia de Borges, el «martirio» continuo de don Quijote, como el de Bouvard y Pécuchet, sería de este modo una gracia: la verdad que sale de la boca de un niño y barre la hipocresía general, como en ese entremés tan cáustico de Cervantes, El retablo de las maravillas. Si «hay que estar loco y triplemente frenético para acometer semejante libraco», como escribió Flaubert, hay que convenir que la locura es el mejor antídoto contra la miopía de los críticos de ayer y hoy, para los cuales «el mediocre, puesto que está al alcance de todos, es el único legítimo», y, en consecuencia, hay que «deshonrar cualquier especie de originalidad como peligrosa».

            He citado el párrafo sacado del libro de Flaubert que situé como epígrafe en mi novela Paisajes después de la batalla. El peso de la estupidez que, como la pesadez de la Tierra, aplasta a Bouvard y Pécuchet, así como su rechazo de una Creación que se encuentra en una situación tan apurada, sólo pueden conducirlos a la misma conclusión que Pierre Ménard (el personaje de Borges): copiar, copiar, siempre copiar.

            El repertorio de sandeces de Flaubert, el Dictionnaire des idées reçues, la reproducción de las estupideces escuchadas, de las perlas leídas en los periódicos, etcétera. –¡felizmente para ellos, todavía no había charlas radiofónicas ni debates televisados!– eran el resultado de esta sabiduría última de los locos y de su humildad casi divina: como dice Borges de la decisión «resignada o irónica de propagar ideas estrictamente contrarias a las que están en boga».

            En un capítulo de la última novela de Julián Ríos, vemos a Bouvard y Pécuchet, viajeros intrépidos, practicando surf en Internet, en un ciberespacio que multiplica por mil los conocimientos aleatorios y las teorías dudosas, oscilando entre la exaltación y la decepción, desbordados por la proliferación infinita de informaciones efímeras. Su profecía es casi una realidad: «Iremos a los astros –y cuando la tierra sea inservible, la Humanidad se trasladará a las estrellas». Encontramos en germen esta frase en la extraordinaria novela de Döblin, Montañas, mares y gigantes, y la exclamación de los sabios del futuro: «¡Abandonemos la tierra!»

            Para poner de manifiesto la pobreza y la cacofonía de los discursos políticos, económicos, publicitarios o, peor aún, «culturalmente correctos» que actualmente nos inundan, basta con reproducirlos de manera selectiva, sin ningún comentario. En varias de mis novelas, he cedido amablemente la palabra a mis críticos, copiando palabra por palabra sus invectivas y sus ataques personales. No se puede imitar, por ejemplo, el lenguaje fascista de la Falange: hay que reescribirlo copiando y recortando frases de sus arengas y poemas para pegarlos a continuación los unos a los otros como en un trabajo de escriba, pero que se revela, a fin de cuentas, creador. El lenguaje universal de la idiotez lo asimila la antropofagia del copista, que lo desconstruye a través de la cita.

La «sabiduría de la incertidumbre» fue el gran descubrimiento del Quijote

            Este procedimiento, empleado más o menos felizmente por un abanico de autores, desde Léon Bloy –tan admirado por Borges– a Jacques Prévert, fue elevado al rango de obra maestra por el escritor vienés Karl Kraus[7].

            Una gran parte de la obra de Kraus –el padre de este célebre aforismo: «Al principio fue la prensa y después el mundo»– se basa justamente en la apropiación dialógica del discurso de los otros a la manera de Cervantes (por ejemplo, las palabras del morisco Ricote que cumplimentan al rey por el justo decreto de expulsión de sus correligionarios) y también de Flaubert (desde Madame Bovary hasta su novela póstuma). Una empresa literaria de la talla y la calidad de la del autor de Los últimos días de la humanidad demuestra, a posteriori, que la «necedad» de Bouvard y Pécuchet no era única: como ellos, Kraus copió y atesoró citas escogidas en una especie de joyero o cajón de monstruos de acuerdo con una estrategia que pone al desnudo los mecanismos ocultos de las necedades y las sandeces, de los lugares comunes y de las «verdades» universalmente aceptadas. Karl Kraus era flaubertiano sin saberlo, como Flaubert era cervantino, aunque con conocimiento de causa. El trabajo de Kraus, todavía poco conocido en Francia, se inscribe contra la falsa modernidad de las vanguardias –o más bien contra el «viento de la moda» del que habla el pintor Antonio Saura[8]– en nombre de la «modernidad intensa» de los artistas contaminados y fecundados por Cervantes. Kraus resumía así su propósito: «¡Que mi estilo se apodere de todos los ruidos del tiempo!» Incluso aunque esto debía de incomodar a sus contemporáneos, sin embargo estaba seguro, con la misma fe que un Flaubert en su aventura literaria, que más tarde se lo escucharía como quien tiene «la oreja pegada a una concha de la que sale la música de un océano de lodo».

Bouvard et Pécuchet es una obra inacabada: la ambición del proyecto la condenó quizás a repetirse en unos círculos cada vez más amplios, es una especie de espiral sin fin. Sin embargo es la culminación de una empresa literaria sin límites en la que la locura rivaliza con la de Cervantes. Hay que leer la novela tanto a la luz del Quijote como de la totalidad del corpus literario flaubertiano, en su búsqueda de la «relación necesaria entre la palabra justa y la palabra musical». El rigor sin paliativos del relato de las desventuras de los dos pobres diablos revela la actitud humilde y solitaria del artista frente a la payasada convertida en paso obligado a la notoriedad, frente a la industria «literaria» de miseria moral y mental, a la prostitución del talento y la devaluación continua de las palabras.

         La «sabiduría de la incertidumbre» de la que habla Milan Kundera es la misma que la de Cervantes y Flaubert. Ése fue el gran descubrimiento del Quijote. Como escribió el autor de La broma: «El mundo fundado sobre una única verdad y el mundo ambiguo y relativo de la novela están, cada uno de ellos, modelados de una manera totalmente diferente. La Verdad totalitaria excluye la relatividad, la duda, la interrogación y, por tanto, nunca puede conciliarse con lo que yo llamaría «el espíritu de la novela»».

TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS DE MAITE SOLANA

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[1] Paisajes después de la batalla, Barcelona, Círculo de Lectores, 1987.

[2] Paisajes después de la batalla, p. 270.

[3] Se trata de su penúltima novela Es cuento largo.

[4] Discusión, de Jorge Luis Borges.

[5] Filósofo y sufí hispano-musulmán; nació en Murcia (España) en 1165 y falleció en Damasco (Siria) en 1240, Ibn ‘Arabî es el maestro espiritual por excelencia (al-Shâykh al-akbar) de la mística musulmana. La obra akbariana se impuso al corpus sufí islámico por su concisión, profundidad y modernidad, así como por el carácter sublime de sus formulaciones. Puede consultarse: Al futûhât al-maqqiyya («Las iluminaciones de la Meca»), Fuçuç al-Hikâm («La Sabiduría de los profetas») y Turjuman al-Ashwaq («El intérprete del ardiente deseo»).

[6] Plural bahâlil. Son unos retrasados en los que la razón se ha trastornado a causa de un shock provocado por una teofanía: hûm ashâb uqûl bi-lâ uqûl («son los hombres razonables pero sin razón»), pues «sus razones están retenidas junto a Él, regocijadas en Su contemplación, sumidas en Su presencia, perdidas en Su majestad. […] Los buhâli(s) ocupan una «posición» (maqâm) de santidad a semejanza de las otras categorías de la escala espiritual. Sobre este tema puede consultarse Claude Addas, Ibn ‘Arabî o la búsqueda del azufre rojo, Murcia, Editora nacional de Murcia, 1997.

[7] Escritor austriaco que nació en Jicin (Bohemia) en 1874 y falleció en Viena en 1936. Es autor de Los últimos días de la humanidad (Die Letzen Tage der Menschheit), un largo panfleto dialogado en cinco actos contra la guerra que se publicó en 1922. Existe traducción española de este texto, traducido por Adan Kovacsis y publicado por Tusquets Editores (Barcelona, 1991).

[8] Pintor español que nació en Huesca en 1930 y falleció en París el 22 de julio de 1998. Antonio Saura pintó la vida, la muerte y el dolor con intensidad, aunque también con ternura. Puede consultarse su magnífica ilustración de Don Quijote de la Mancha (Círculo de Lectores, Barcelona, 1987) y, además, Retrato de Antonio Saura, de Julián Ríos, Barcelona, Círculo de Lectores, 1991).