En el jardín debajo del edificio, ahí donde se acababa el césped y empezaba la tierra, dibujábamos con cuchillos un Planeta Tierra redondo y grande y nos lo repartíamos. Por lo general, lo hacíamos en invierno, en ese tiempo que queda entre las lluvias. El invierno de la infancia siempre me parece más frío y más húmedo. Luego, cada uno a su turno tiraba el cuchillo, trazaba una línea lo más recta posible hasta el punto donde se había clavado y se adueñaba de un nuevo trozo de tierra empapado de agua. No había diferencia entre mar y tierra, entre océano y glaciar, tan sólo un planeta, una pelota redonda y grande bajo nuestros pies. Me gustaba ganar este juego igual que todos los otros juegos, pero en éste, el que ganaba se quedaba solo en ese mundo enorme debajo del edificio. Eso sí, era el único juego que el vecino del cuarto no podía abandonar a la mitad, porque si perdía, cogía su pelota y se iba a su casa.

*

Foto de Audun Bie. Imagen vía.

            Olor a animal muerto, cada verano olor a animal muerto, entre las columnas bajo el edificio cinco piedras, el edificio sobre columnas y entre las columnas animales muertos.

Me acuerdo cuando murió la gata del vecino.

Tenía un perro que se llamaba Poosti.

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            Vayan abajo, que me hacen ruido.

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            Somos los niños de Hasamba, espías con misiones secretas, volvemos a casa después del atardecer, hacemos pis entre los edificios, nos limpiamos con hojas y bebemos agua de los surtidores que están al lado del contenedor de basura. Junto al sitio en donde, jugando una partida de ruleta rusa, el niño del edificio de al lado se tumbó en la calle hasta que pasó alguien y le aplastó las dos piernas. Un día mi mamá me dijo: “¿Estás loca? ¡Tienes prohibido beber de ese surtidor!”. Se me viene a la cabeza la palabra polio, que significa parálisis, pero suena a cualquier otra cosa, porque tiene un sonido muy agradable comparado con lo que significa. No le dije a mi mamá que ya era tarde y que ya había bebido.

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            En Sucot nos sentábamos dentro de la cabaña que armábamos en el patio y mi abuela traía fuentes llenas de cosas que me encantaba comer, el abuelo contaba la misma historia del burro y el barco y entonces llegaron.

Y la blanca barba del abuelo

es el recuerdo de la nieve

sobre los picos de los montes Atlas

que nunca vi.

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            Un día estaba en casa de una amiga, sus padres vivían en la planta baja y tenían un jardín verde y silencioso. Estaba en el patio con un grupo de amigos, sentados alrededor de una mesa en el patio y nos reíamos mucho – ¡nos reíamos tanto! – hasta que uno de los chicos me dijo ven, tienes que ver algo curioso. Cruzamos el patio hasta llegar al cerco, el cerco era un muro de piedra más alto que yo, no alcanzaba a ver qué había detrás, me dijo salta, salté y vi, detrás del muro, paradas una junto a la otra, dos lápidas.

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            Cuando era pequeña me confundía entre cementerio y cenicero, aunque quizás sea un recuerdo de mi hermana, a veces me confundo.

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La abuela Aysha

respiraba otro aire

un tubo grande de oxígeno en el pasillo

el abuelo le decía no salgas sin el aire

la encontró en las escaleras cuando empezaba el Shabat.

Cuando le pidió el divorcio al primero (su tío)

la obligó a renunciar a su primogénito.

Renunció.

Le dijeron divorciada

él la quiso, se casó con ella, un año de esterilidad

le dijeron divórciate

la quiso hasta la cima de las montañas

cinco años de esterilidad

le dijeron divórciate

la quiso hasta el fondo del mar

diez años de esterilidad

le dijeron divórciate

le dio dos niñas.

Mi abuela.

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            Murió en las escaleras de la casa suya y del abuelo en el pueblo. El abuelo la encontró el viernes al mediodía, cuando volvía de trabajar en su campo. Su historia de amor empezó en los montes Atlas – hace años que tengo la sensación de que, si le cuento la historia a alguien que escribe guiones, haría una película – la quiso como pareciera ser que nadie más ha querido, de una manera imposible de querer. Después que la abuela murió, el abuelo llamaba a mi mamá todos los viernes y le lloraba por teléfono que todos se mueren.

A veces repito la palabra soltera muchas veces hasta que se vacía de su vacío

            Cuentan que mi abuelo era fuerte como un toro y que una vez, todavía en el pueblo en Marruecos, ganó una prueba que consistía en subir por la ladera de la montaña cargando un burro; al final se murió de amor, con el corazón roto.

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            Cuando era niña me costaba mucho diferenciar los sueños de la realidad. No sabía trazar la línea entre lo que pasaba en el día a día y lo que pasaba en los sueños, especialmente si eran buenos. Como cuando soñaba con la abuela Rajel, que venía todos los miércoles en un autobús de la compañía Dan desde el barrio Shapira. Me acuerdo que, en los sueños, siempre me llevaba a mis actividades en el viejo escarabajo de mis padres y que hacía los deberes conmigo y con mi hermana

            ¿Cómo conseguiste el permiso de conducir, abuela?

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            A veces tengo miedo de terminar como mi abuela Rajel, que estuvo sola casi toda su vida. Primero, soltera, hasta una edad relativamente avanzada y, luego, viuda hasta que murió. Como si no hubiera sido apta para el matrimonio y nadie supiera o quisiera decir por qué, no es que yo tenga tantas ganas de casarme, de hecho no quiero, pero ¿quién quiere vivir solo dentro de una casa?

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            A veces me parece que los sábados por la tarde, cuando terminaba el Shabat, era el momento más triste de la infancia de naranjas.

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            A veces repito la palabra soltera muchas veces hasta que se vacía de su vacío, a veces la lanzo contra la pared detrás de mi cama hasta que se despedaza en cada una de sus letras.

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            Cuando pasé a segundo grado, la abuela Rajel se apuntó a unas clases para aprender a leer en el centro de ancianos del barrio Shapira. Ella era pequeña, tendría 8 ó 9 años, cuando su mamá murió. La abuela tenía hermanos, pero el padre de la abuela Rajel decidió sacarla de la escuela para que se hiciera cargo de la casa y de la familia. Desde el otro lado de la calle de la casa en el barrio Shapira siempre me miraba el cementerio musulmán, en el que colgaron al poeta Yosef Haim Brener. Ese cementerio siempre me dio miedo, aunque el asunto de Brener lo descubrí hace menos de un año. La abuela Rajel tenía en el patio un níspero que daba los frutos más ricos que he comido en mi vida, y a veces se metían ladrones y buscaban cosas de valor. Una vez se llevaron la tele, que después mi papá encontró tirada en el cementerio musulmán. Recuerdo que cuando pasé a tercer grado la abuela no pasó a segundo, tampoco cuando pasé a cuarto, ni a quinto ni a ninguno, creo que en aquel momento me pareció gracioso, quizás porque la abuela también se reía de eso. Hace unos meses estuve en el centro de ancianos del barrio Shapira, me invitó un amigo, había una exposición de arte y música, jóvenes artistas y creadores del barrio, me parece. Cuando entré todo estaba muy bien arreglado y el ambiente era alegre, no vi a ningún anciano.

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Abuela

un pecho se desgajó de ti

¿Cómo ponerte en palabras, abuela?

No consigo recordar

En el abrazo nunca sentí toda una vida de viudez

El níspero del jardín me dio frutos dulces.

¿Has estado alguna vez en una situación de amor y no de carencia?

            En otro lugar, llamado empresa, intento hablar con una mujer en el espacio de trabajo, ¿has pensado alguna vez cuándo te van a querer, de verdad, con todo? ¿Te ha pasado no levantarte de tu sitio hasta la hora de comer, a pesar de que bebes mucha agua, el cuerpo con forma de silla? Mujer en el espacio de trabajo, el espacio cambia, el trabajo cambia, empresas se crean y se desarman, por ejemplo, ahora se puede cerrar la puerta, pero aún se oye la impresora 3D en funcionamiento, sirve para crear modelos únicos, ahorra tiempo y los costos son bajos. Ahora me acuerdo, una vez fui a una entrevista de trabajo a una empresa donde fabricaban impresoras tridimensionales como ésta, no recordaba que hicieran tanto ruido, la persona que me hizo la entrevista miró mi currículum y, después de algunas preguntas profesionales, me preguntó ¿entonces has disparado un arma alguna vez? Le contesté que sí, pero sólo a blancos de cartón. En aquel momento él preguntaba y yo respondía y esa respuesta era adecuada para esa pregunta. Mujer en el espacio de trabajo, ¿alguna vez has querido, de verdad y con todo? Ya no oyes el ruido de la impresora, después de unos meses te acostumbras, todas las paredes son de yeso y por eso se escucha todo, todo lo que dices, si hay gemidos también se escuchan. Mujer en el espacio de trabajo. También oyes el timbre de la puerta, es la puerta de entrada de proveedores, clientes, trabajadores y repartidores de DHL, algunos pierden la paciencia y, además de llamar insistentemente a la puerta, tocan la bocina del coche, alguien eventualmente les abre. Mujer en el espacio de trabajo, a veces pienso en empezar así la historia: “mujer en un espacio de trabajo” que tiene forma de silla porque no se levanta hasta la hora de comer y que sufre de trastorno de déficit de atención y que, de todos los pitidos y los ruidos y las conversaciones, lo que más le molesta son las personas, mujer en el espacio de trabajo, ¿has estado alguna vez en una situación de amor y no de carencia? El espacio cambia, la gente cambia, el trabajo aumenta o también cambia, reforman las oficinas, no necesariamente su oficina, pero a veces arreglan, traen plantas de Ikea de esas que no hace falta regar. Incorporan un nuevo programa que gestiona los inventarios, los procesos, que gestiona los archivos, que lo gestiona todo, en realidad.

*

            Intento recordar sus voces pero no lo consigo. Recuerdo que, una vez, le pregunté a mi mamá por qué la abuela y el abuelo gritaban todo tiempo como en la tele, mi hermana menor decía “mag’halina” y arrojaba mandarinas, igual que ellos lanzaban piedras en la tele. Mi mamá me contestó que no gritaban y que esa lengua se habla así. Y cada vez que volvíamos del pueblo se le pegaban la jjj y la hhh guturales esas con las que hablaba con el abuelo y la abuela, se le colaban en el hebreo y nos reíamos de ella hasta que esas letras se le desenganchaban.

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            A veces me parece que los sábados por la tarde, cuando terminaba el Shabat, era el momento más triste de la infancia de naranjas.

Madres que se tragaron lenguas

padres que plantaron árboles en los pantanos

o que murieron.

Niños que olvidaron, jugaron entre las espinas,

abrieron cartas y leyeron en voz alta sin entender.

Traducción de Valentina Sutovsky

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