SUPERSTICIÓN. “Creencia extraña a la religión y contraria a la razón”, h 1440. Tom. Del lat. Superstitio, -onis, íd., propte. “supervivencia”, deriv. de superstare “sobrevivir”. (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Juan Coromines)
Tengo cuarenta y un años. Mi padre murió a los cuarenta y ocho, cuando yo tenía doce. Hablemos de sobrevivir. Murió de un cáncer de pulmón que tal vez hoy sería curable, pero no lo era en 1976, como atestiguan dos inútiles cirugías y no sé cuántas sesiones de radioterapia que sólo sirvieron para prolongar su agonía durante más de un año. He dicho que vamos a hablar de sobrevivir, así que paso de manera apurada las últimas páginas de ese álbum: sólo diré que muestran a un hombre permanentemente encamado, con el color de la ceniza en el rostro y en el cabello y que huelen a morfina, por decir algo; ignoro el olor de la morfina.
Todas las demás fotos son, al contrario, excepcionalmente luminosas, nítidas, claramente contrastadas. Es decir, son inventadas. No digo falsas. Digo inventadas y me ahorro el discurso literario, filosófico o poético que podría acompañar a ese matiz. La neurología está demostrando ya que la imaginación conforma la memoria en un porcentaje abrumador. Bendita ciencia. Tengo toda mi fe puesta en ella: dentro de algunos años, cuando haya dado respuesta a las preguntas clásicas, cuando nos diga de una vez qué es y dónde se encuentra el alma, cómo funciona eso que siempre hemos llamado conciencia, cuando confirme qué clase de chispas neuronales dan cuerda al cansino juguetito de la identidad, poetas, filósofos y novelistas tendremos al fin la obligación de inventar preguntas nuevas. Ah, qué descanso.
Volvamos a las fotos. Inventadas o no, muestran a un hombre alto. Un hombre muy guapo. Lo que entonces se llamaba bien plantado. Parece que en este caso la especie no mejora; algunos genes debieron de perderse por el camino. Lástima, porque era muy, muy guapo. De galán de la época. No sé si Gary Cooper o Cary Grant. Alguna vez hemos discutido eso con mis hermanas y no parece fácil ponernos de acuerdo.
La neurología está demostrando ya que la imaginación conforma la memoria en un porcentaje abrumador. Bendita ciencia
Da lo mismo. Fumaba, carajo que si fumaba. En las fotos conduce un Seat 1500 granate con el cambio de marchas en la columna del volante. Las fotos son mías. No sólo porque soy yo quien al recordarlas se las inventa, sino porque la perspectiva obliga: el asiento delantero era corrido y yo, el canijo de la casa, iba delante, entre papá y mamá. Ah, mierda, qué nostalgia de asientos corridos.
Mi padre enciende el primer cigarrillo con el encendedor del coche y el segundo con la colilla del primero y el tercero con la colilla del segundo y –como el gesto es siempre igual y la secuencia no termina nunca– podría parecer que todas las fotos son la misma. Alguna, sin embargo, parece movida o desenfocada, tal vez porque mi padre daba leves pisotones al freno siguiendo el ritmo de la música que sonaba por la radio. Un tipo simpático. A mí me parecía gracioso. La música era With a little help from my friends. También podría ser Mari Trini, pero entre «what would you do if I sung out of tune» y «amores se van marchando como las olas del mar», si puedo escoger me quedo con lo primero. Claro que puedo: la foto es mía. Además, no sé si se puede decir que los Beatles sobreviven, pero de Mari Trini, desde luego, hace tiempo que no tengo noticias.
Absurda nostalgia de los Beatles. Y de ventanillas abiertas, no sólo para ir tirando las colillas; es que no existía el aire acondicionado. Y del apestoso Rex, aunque creo que en una época mi padre también fumó Sombra. Buen nombre para una marca de tabaco. Sombra. Qué gráfico: se van oscureciendo los pulmones de mi padre, y no porque algo les oculte momentáneamente la luz, sino porque se está tendiendo sobre ellos un ocaso definitivo. Por muy claras que sean las fotos, se está poniendo el sol en el cuerpo de mi padre. Su día muere.
Los médicos vienen tanto a casa que acaban siendo amigos de la familia. En presencia de los niños no se pronuncia mucho la palabra cáncer. En realidad, los niños seguimos llevando una vida que se parece mucho a la normal, sólo que hay una zona de casa en las que las persianas están siempre medio bajadas. Una mañana, mi madre me despierta antes de lo habitual. Sé que es muy pronto porque estamos sentados de cara a la ventana y en la foto no entra luz por ningún lado. Estamos sentados en mi cama y nuestros pies cuelgan en el aire porque yo duermo en la litera de arriba. Abajo duerme mi hermano Manuel. Creo que mi madre me dice algo así como que mi padre está durmiendo pero que esta vez no se va a despertar. De hecho, estoy seguro de que me dice exactamente eso pero desconfío de mi memoria porque la explicación suena demasiado clásica. Incluso juraría que en ese breve intercambio de murmullos se menciona el cielo, aunque la superstición del cielo esté en franca decadencia a estas alturas en mi familia.
Mi hermano Manuel tiene un papel reservado en esta historia, pero no lo va a cumplir. Se supone que él ha de ser el modelo sustitutorio, el varón adulto a partir de cuyo comportamiento iré modelando yo el mío en ausencia del padre, titular dimisionario del puesto. Pero Manuel se muere un año y medio después, también de cáncer. Y también fuma. Pero en este caso la conexión es menos obvia, porque tiene 20 años y a esa edad, por mucho que fumes, un cáncer de colon tan fulminante es una aberración estadística. Los genes, tal vez. O eso que llamamos psicosomas mientras no venga la neurología a dar también respuesta a la pregunta de cómo nos autodestruimos.
Así que me invento el modelo. Y, al hacerlo, me invento a mí mismo. Si estuviéramos hablando de supersticiones diría que tal vez fue eso lo que, a la larga, me convirtió en novelista. Pero estamos hablando de sobrevivir: el modelo fumaba. Por inventado que fuera, fumaba tanto como los modelos reales.
¿De verdad vamos a hablar de sobrevivir? Menuda superstición. Empecemos por descartar la memoria. Nada real sobrevive en la memoria de nadie. Perdónenme el sofisma: sólo sobrevivimos en la memoria; la memoria no sobrevive; luego no sobrevivimos. Cualquier creencia contraria es mera superstición.
Perdónenme el sofisma: sólo sobrevivimos en la memoria; la memoria no sobrevive; luego no sobrevivimos
¿Descartamos también la lógica, el orden obligado de las cosas? Ahí nos ampara el diccionario, que excluye la religión de la categoría apestosa de las supersticiones, porque la creencia en un orden lógico de la vida, por moderna y progresista que sea, no deja de ser una religión. O tal vez sí existe una lógica suprema: sobrevivimos para sobrevivir mientras sobrevivimos. No es exactamente un esquema de pensamiento complejo y pido perdón por la simplificación, pero no se me ocurre otra lógica tan portentosa y deslumbrante como ésa. La biología, la mera pujanza de las células. Su codicia evolutiva. No conozco otra creencia que no sea descartable como mera superstición más o menos útil. He dicho codicia: algunas células se vuelven cancerígenas porque son incapaces de dejar de reproducirse. Nos matan para sobrevivir, como si eso fuera posible. ¿Y los virus? ¿El ébola es el gran enemigo de la vida humana en el siglo XXI? Haré lo que pueda por defenderme de él, pero no dejo de admirarlo. Y no sólo por su eficacia, sino también por su vitalidad: nada tan letal como el afán de supervivencia. Al fin y al cabo, erradicar la vida humana del planeta Tierra podría ser la mejor garantía de permanencia de las demás formas de vida. Los virus funcionan porque sólo creen en la supervivencia. Así, cualquiera. Son mutantes porque ni siquiera tienen la superstición de la identidad. Los virus se relamen cuando ven pasar un gato negro.
Puede que a mí no me haga falta uno de esos virus africanos tan dolorosa y radicalmente hermosos. Fumo como un condenado. Curiosa expresión por cierto. Siempre creí que tenía que ver con el legendario último cigarrillo de los condenados a muerte y de pronto ahora, al escribirla, entiendo por primera vez su lógica autorreferente: fumar como un condenado a morir por fumar. Un acto tan absurdo que ofende a la inteligencia más elemental.
El edificio de la inteligencia humana sólo tiene un piso y, por muy decepcionante que parezca, no hay mucho que ver en él: sólo cables sueltos con las puntas peladas, y los consecuentes chispazos eléctricos que mantienen viva la casa. Llamémoslos neuronas y sinapsis si queremos acogernos a una superstición científica, pero en cualquier caso es lo que hay. Lo único que hay. Todo lo demás está en el sótano, y más bien a oscuras. Las fotos de mi padre, el asiento corrido, mi nostalgia por los asientos corridos, el cielo que tal vez mencionó mi madre, mi capacidad de entonar With a little help from my friends y hasta la sonrisa que esbozo al darme cuenta de que desafino: todo en el sótano.
Como bajar al sótano con Freud sería muy largo, haremos una visita abreviada con mi amiga Rosa, que lo sabe todo de Freud y de otras muchas cosas. Tener una amiga como mi amiga Rosa está muy bien porque se te llena el álbum de fotos preciosas y porque siempre que hablas con ella se te multiplican los chispazos de la primera planta. Una vez se asomó al sótano y me dijo: «Tú lo que pasa es que odiabas a tu padre.» Debí de poner cara de pena porque mi amiga Rosa, que además es muy sensible, añadió en seguida: «Bueno, odiarlo, odiarlo, tal vez no. Pero seguro que cuando murió experimentaste un tremendo rechazo a su figura por haberte abandonado». El hecho de que yo no recuerde nada de eso, sino más bien lo contrario, parece que avala la tesis de Rosa y de todos los que saben mucho de Freud, de Lacan y de Jung. Ya se sabe: los conductos entre la primera planta y el sótano son así de contradictorios. Rosa barre los rincones más oscuros de mi sótano con la linterna de su clarividencia: fumo para vengarme de mi padre. ¿Cómo? Demostrando que soy capaz de hacer lo que no supo hacer él, lo que los inquilinos de mi sótano le culpan de no haber hecho: fumar y sobrevivir. Desde esa óptica, si cumplo 49 años, he ganado. Mi hermana mayor, que fuma como una condenada, lo consiguió hace unas pocas semanas. Brindo por ella. La otra tiene 43 y sigue fumando, pero parece que va por buen camino. Tiene cara de buena salud. Ah, qué mísera venganza llegar a los 49. Aunque bien pensado, si se trata sólo de una venganza oscura como un sótano, incluso perdiendo ganamos. Al fin y al cabo, la única posibilidad de supervivencia de mi padre –suponiendo que la genética no sea sólo la última superstición a la mode– está en que sobreviva yo, que algo suyo tengo por mucho que la belleza se quedara en no sé qué limbo. Así que, si muero sin cumplir los cuarenta y nueve, la venganza está servida también. Un empate, papi; ni tú, ni yo.
Porque la creencia en un orden lógico de la vida, por moderna y progresista que sea, no deja de ser una religión
No es por desprestigiar a mi amiga Rosa, pero el problema de esas teorías es que, en cuanto las sacas del sótano y las sometes a la luz chisporroteante de la primera planta, se quedan medio deshilachadas. Volvamos al sótano, y pidámosle prestada la linterna a mi amigo Juan. Mi amigo Juan es neurólogo y se dedica a la investigación. Uaaau. Mi amigo Juan sí que lo sabe todo. Si no me quito el sombrero ante él es sólo porque, como sabe tanto de cráneos, me sentiría un poco expuesto. Una vez, mi amigo Juan me explicó cómo funciona el cerebro humano. Así, un poco por encima, pero me lo explicó. Me habló mucho del paleocórtex. Yo sabía quién era Freud, pero no tenía la menor idea de la existencia del paleocórtex. Se ve que, si alguien te apunta con una pistola y te mueres de miedo, la culpa no es tuya sino de tu paleocórtex. No tengo muy claro si está en la primera planta, ahí tirado por el suelo entre los cables, o tal vez en el sótano. En cualquier caso, mi amigo Juan dice que todo lo que tiene que ver con los sentimientos primarios pasa por ahí. Se llama paleo porque es muy antiguo. Es el componente más antiguo del cerebro humano, una especie de residuo evolutivo, la única parte que tenemos en común con los reptiles. Claro, de cuando nosotros también éramos reptiles, hace no sé cuántos millones de años. Y esa cosa, esa cosa tan antigua que en los escáneres debe de tener aspecto de fósil, es la que rige nuestros miedos, nuestras conmociones más inmediatas y profundas, incluso el deseo de sobrevivir. Supongo, vamos, porque imagino que cuando éramos reptiles también queríamos sobrevivir, aunque para ello no tuviéramos más remedio que convertirnos en humanos. Yo era un cocodrilo que fumaba mucho. Me lo pido.
Mi amigo Juan considera que la psicología, la psiquiatría, el psicoanálisis, todas las llamadas ciencias o pseudociencias de la mente y del espíritu, son terreno a conquistar. Lo llama así, con esas palabras: «terreno a conquistar.» Yo creo que no lo dice en público y en voz alta por no parecer prepotente. Vamos, para que no lo tomen por el prototipo de científico frío e insensible. Doy fe de que mi amigo Juan es sensible a más no poder, porque estudia música conmigo y lo he visto emocionarse hasta las lágrimas con Schubert. Incluso se sabe algunos lied de memoria y los canta como si nada, igual que otros tararean a Mari Trini. Cuando dice «terreno a conquistar», yo me imagino una horda de neurólogos desmelenados que lo arrasan todo, como Atila y los hunos pero vestidos con bata blanca. No siempre los ejércitos invasores se equivocan y bien podría ser que estos bárbaros de bata blanca tuvieran razón. Tal vez sea bueno que entren en el sótano con las antorchas por delante y lo conviertan en tierra quemada. Que por donde pasen ellos no vuelvan a crecer las supersticiones. Quizá sea sensato clausurar el sótano. Sin embargo, una cosa es concederles la razón y otra muy distinta que me guste su propuesta. Si todo se va a reducir a la primera planta –cables pelados, codicia evolutiva–, si no va a quedar más luz que la de estas chispas… Bueno, un edificio luminoso, pero también desolado. Se me estremece el paleocórtex sólo de pensarlo. Hasta el cocodrilo que fuma en mi pasado bosteza de aburrimiento ante esa idea.
Además, en contra de las apariencias, su propuesta me parece poco ambiciosa. ¿Qué pasa si ganan, si tienen razón, si conquistan al fin la tierra anhelada? Supongámoslo: los atilas de bata blanca rehabilitan el edificio de la inteligencia humana y lo hacen al estilo moderno. Es decir, lo convierten en un loft: tiran todos los tabiques, abren ventanas en los muros y se cargan el techo del sótano para dejar un espacio diáfano, sin un solo rincón oscuro. Eso sí, han de permanecer los cables igualmente tirados por el suelo, porque sin chispazos no hay vida en el edificio. ¿Qué pasa al día siguiente? Ah, qué aburrimiento. Entre lo que diría mi amiga Rosa a un paciente («Lo que pasa es que usted odiaba a su padre») y lo que quisiera decirle mi amigo Juan («Parece que estos cables no están bien conectados, pero eso tiene arreglo»), no sé, me parecía más entretenido lo primero, aunque fuera una superstición.
Por otro lado, el azar podría deparar una combinación entre las teorías de mis dos amigos. Veamos: yo llego a los cuarenta y nueve, cumplo la venganza y se la brindo a Rosa. Mientras tanto, Juan y los suyos trazan el mapa exacto del edificio. Para entonces, Juan ya sería capaz de arreglarme esas conexiones que no terminan de funcionar y yo me convierto en un ser inteligente. Dejo de fumar y vivo hasta los 98. Justo el doble que papá, como cuando Fernando Alonso dobló a Schummi en una curva. Victoria demoledora.
Luego está mi amiga Clara, que es un poco new age. En fin, por etiquetarla de algún modo. Clara no fuma, aunque a mí me parece que tanto incienso también debe de ser medio tóxico. Cuando se le alborotan los cables de la primera planta, mi amiga Clara aplica el método Schultz. Se tumba en el suelo con alfombrillas de yoga, velas aromáticas y todo el ritual completo. Cierra los ojos. No sé por qué es tan importante cerrar los ojos. Y entonces dice: «Estoy muy tranquila.» Yo se lo he visto hacer. Más que decirlo, lo declama: «Eeestoooyy muuuuyyy tranquila.» Se le suelen atropellar un poco las últimas sílabas, lo cual me lleva a pensar que en realidad sí está un poquito nerviosa. Después tiene que repetirlo siete veces. Si no recuerdo mal, luego viene la frase: «Siento calor en la pierna izquierda.» Se ve que siempre se empieza por la izquierda. Estas cosas tienen su protocolo. Creo que va subiendo por todo el cuerpo y termina en los ojos: «Me pesan mucho los párpados.» Aquí no hay distinciones laterales; son los dos párpados a la vez. Luego se queda profunda, aunque ella dice que está meditando. En fin, mi amiga Clara dice que no debo tener miedo a entrar en contacto con lo más profundo de mi ser, con mi yo auténtico. Yo juro que he rebuscado hasta en el sótano, pero no hallo rastro alguno de mi yo auténtico.
Mi amiga Clara no fuma, aunque a mí me parece que tanto incienso también debe de ser medio tóxico
¿Y el sentido común? ¿También es una superstición? Llego al fin de estas páginas con un cenicero lleno de colillas. Terminemos con la farsa de las metáforas: esto sí es ceniza y no el color del rostro de mi padre. Este olor a tabaco es el precursor clásico del olor a morfina de los últimos días. Lo sé, lo he visto de una manera palpable. Hace treinta años que esa información se registró en mi cerebro. Junto a ella, en algún rincón aparentemente oscuro todavía, descansa el único conocimiento a prueba de supersticiones absurdas, el único dotado de la solidez suficiente para haber sobrevivido millones de años, el único que podemos compartir sin rubor el cocodrilo y yo: hay que sobrevivir, amigo, hay que sobrevivir como sea.
Yo no soy supersticioso. Le acepto a mi amiga Clara una verdad tan simplona que casi me sonroja: sólo sobrevivimos, un poco, en lo que amamos. Hasta ahí llega mi fe. Pero tengo un paleocórtex del tamaño del mundo. Si fuera por mi cocodrilo, viviría unos millones de años más. Y sin embargo, fumo. Unas treinta o cuarenta veces al día entro descalzo y con los pies mojados en la sala de los cables pelados. Tengo más amigos. Menos interesantes, pero sinceros. «A ti lo que te pasa es que eres imbécil», suelen decirme. Y de eso no me salvan ni mi amiga Rosa ni mi amigo Juan con su ejército de batas blancas. Creo que los fundamentos del edificio están mal puestos. Es como si yo, mi propia existencia y hasta la mera noción de la palabra «yo» fuéramos sólo una superstición. Yo, que por no creer ni siquiera creo en el paraíso.
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Portada: Iguana Profile por kuhnmi. Imagen vía.
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