Mi oficio es el de decimocuarto. Lo sé, no es un auténtico oficio y la verdad es que tampoco gano demasiado dinero con él. Ni siquiera es algo que se pueda contar por ahí sin despertar hilaridad y compasión, pero hace tiempo que esta situación no me da ni la más mínima vergüenza.
A decir verdad, al principio me avergonzaba mucho y sentía rabia hacia quien me convocaba por pura necesidad, y hacia mí mismo que aceptaba. Rabia y desprecio. Pero después entendí que de la vida sólo queda reírse y que no hay nada, pero nada mejor que dar a tus interlocutores la impresión de que son ellos los que te miran de arriba abajo cuando eres tú el que los tiene en un puño al estar al corriente de sus vicios, mezquindades y debilidades. Es un exquisito placer saber que eres tú quien les toma el pelo, que tienes el poder de comprometerlos con tu sola ausencia y que tu presencia, para nada deseada pero indispensable, debe parecer verosímil con una conversación que a veces incluso tiene la apariencia de ser sincera. Hipocresías que provocan satisfacción.
La primera vez que fui invitado tan sólo para evitar el riesgo de ser trece a la mesa, el corazón me dio un vuelco. Me pregunté qué había hecho para no estar en la lista de los auténticos invitados, cómo era que habían pensado en mí sólo por desesperación. No me lo dijeron explícitamente –en ciertos ambientes, sólo se es explícito cuando se quiere demostrar algo–, pero una llamada que llega dos horas antes de una cena habla por sí sola. El tono había sido melifluo, incluidas las disculpas por una invitación tan tardía, pero la ansiedad respecto de un posible “no gracias” mío evidenciaba lo mucho que me necesitaban y yo me divertí poniéndoselo difícil. “He anulado un compromiso justo hace una hora, no me encuentro demasiado bien. No sé si podré ir”.
La ansiedad de la anfitriona aumentó y yo esperé a que llegara casi a implorarme. Resulta delicioso ser testigo de cómo se vuelven inseguros y revelan la vulgaridad que creen no poseer. Me contó a quien había invitado, subrayando la importancia de los nombres sin ni siquiera demasiado pudor. Me habló de las ganas que tenía de que los conociera y lo mucho que le gustaría contar con mi presencia. Dijo otra vez que lamentaba llamarme en el último momento. Se había tratado de un error. El secretario se había despistado y ahora ella llamaba en persona justamente para que supiera las ganas que tenía de que yo acudiese esa noche. La mantuve en vilo un poco más, por el placer de ver cómo sufría, y después, finalmente, acepté.
Siempre impresiona ver cómo el solo hecho de estar sentado a una cierta mesa te hace digno de escuchar indiscreciones y confidencias
Una vez colgado el teléfono, tuve la tentación de no presentarme y de enviar en mi lugar un gato negro. Así, sólo para imaginarme la cara de la anfitriona y de los importantes comensales. Pero después decidí acudir y esa noche empezó mi vida de catorceavo.
Era uno de esos salones en los que se presume de vivir en la modernidad, se tiene al menos una casa en el extranjero y las bromas más importantes se hacen en lengua extranjera. En los que la religión es una droga, una mentira de la que librarse. Pero jamás trece a la mesa, eso sí que sería un drama.
Debo admitir que hace mucho tiempo que aspiraba a formar parte de ese salón, pero que siempre había sido ninguneado. Es más, digámoslo claramente, rechazado. Me atraía la riqueza, el poder de los invitados que se sentaban en torno a esa mesa, a esas conversaciones que hacían que me sintiera el centro de algo importante.
Elementos irresistibles para un hombre como yo, llegado de la provincia y que aún olía a los embutidos y de las berenjenas en aceite que vendían mis padres.
Esa noche salí más que airoso, a pesar de un momento de pánico cuando una mujer con los labios, los pómulos y los pechos operados me preguntó si tenía un lighter. Entendí que se refería a un encendedor sólo cuando el tipo que estaba a su lado se lo ofreció mirándola a los ojos. Ella contestó apretando los labios hinchados y no volvió a dirigirme la mirada.
Cuando me marché, la anfitriona me abrazó efusivamente agradeciéndome que me hubiera animado a acudir en el último momento. Después me recomendó a una querida amiga suya, que estaba presente en la cena y que cada viernes recibía en su propio salón.
Cuando me llegó la llamada de esta última, una vez más dos horas antes de la cena, decidí pedir una compensación. Lo hice hablando claro: “sé muy bien porque me invita a esta hora”. Y ella, tras una torpe defensa, se limitó a preguntarme cuánto quería. Desde entonces soy un profesional y mi trabajo tan sólo lo conocen los anfitriones, pues se mantiene rigurosamente en secreto a los húespedes ilustres que van de salón en salón.
Gracias a mi papel de catorceavo he departido con artistas de moda y actores que se niegan a aceptar su propia decadencia. He visto a ministros y directores de periódico presumir de su respectivo poder y después aliarse, pelearse y aliarse de nuevo. A veces en silencio y a veces explícitamente.
He visto a amantes sentados a la misma mesa que los maridos que sonreían a sus propias esposas, y que les hacían cumplidos por su belleza y por su perfección. Por haber dado sentido a una vida de otro modo vacía. Y he escuchado por adelantado y en exclusiva despidos y ascensos, proyectos industriales y editoriales. He visto a un ministro palidecer ante el anuncio de que que no sería renovado en una inminente remodelación del gobierno, y a un subsecretario, sentado frente a él, fingir absoluta nonchalance en el momento en que entendía que sería él quien lo sustituyera.
Siempre impresiona ver cómo el solo hecho de estar sentado a una cierta mesa te hace digno de escuchar indiscreciones y confidencias. Formar parte de un círculo me convierte en depositario de un patrimonio y a nadie se le ocurre ni por asomo que yo sea tan sólo el catorceavo.
Algunas de las personas que me convocan me tratan ahora con una amablidad que tiene toda la apariencia del afecto y, cuanto más conozco el mundo, más entiendo que la apariencia es lo único que cuenta y permanece.
Fue un ministro –de esos de modales bruscos y autoritarios– el que descubrió en sociedad mi talento. Una anfitriona especializada en cenas aburridísimas había tenido la idea de invitar también a un cantante con una guitarra. Un pobre diablo de sesenta años con el pelo teñido, que no cantaba demasiado mal y que estaba encantado de exhibirse frente a los poderosos. Pero tras dos canciones el ministro hizo saber que no le gustaba nada y pidió que cambiaran el repertorio. Quería oír las canciones de su juventud, que el pobre cantante ignoraba. Yo di un paso adelante con naturalidad y, haciéndome con la guitarra, empecé a tocar “Le Boum” (Charles Trenet es una de mis pasiones), “La Mer”, y después, una vez conquistado el ministro, canciones napolitanas, Simon y Garfunkel, Bob Dylan y Leonard Cohen. Incluso Cole Porter y Gershwin.
Se quedaron todos con la boca abierta y el ministro me sonrió con gratitud. El cantante fue liquidado con una propina superior a la cantidad acordada y yo me di el gusto de no pedir una compensación adicional.
Cuanto más conozco el mundo, más entiendo que la apariencia es lo único que cuenta y permanece
Pero aquel talento mío, que arregló, mejor dicho que salvó aquella velada, no volvió a interesar a nadie y no volvió a ser empleado. Me pareció un mensaje claro: no salir jamás de mi papel de catorceavo.
Aumentaron en cambio las peticiones y, en alguna que otra ocasión, incluso me convocaron fuera de la ciudad, donde empecé a exigir pagos más elevados y conocí a gente nueva.
Y mi vida dio un nuevo giro, precisamente mientras reflexionaba sobre el hecho que en todos estos años había regresado a casa con un sensación de vacío y falacia que me parecía extraño que no experimentaran los demás comensales. O quizás no, también ellos la experimentaban, sólo que la aliviaba el poder y el hecho de ser y no soñar con ser. En definitiva, de formar parte de los primeros trece.
Pero una noche haciendo un servicio, tras aceptar cansinamente y sólo por una oferta económica decididamente interesante, una anfitriona de provincias me sentó junto a la persona que cambió mi vida. Se llama Laura y no ha cumplido aún los treinta años. Es morena, alta y elegante. Una persona con clase con una sonrisa melancólica, que parece decirte que la vida le ha quitado mucho más de lo que le ha dado. Era evidente que le aburría esa cena, e ignoró al hombre que la acompañaba, a quien habían sentado al otro extremo de la mesa. Habló en cambio conmigo. Me preguntó a qué me dedicaba (desde que me he convertido en un profesional sé elaborar muchas respuestas convincentes) y qué hacía allí (como es evidente, le expliqué que era un viejo amigo de la anfitriona); después, inesperadamente, me empezó a hablar de ella. Me habló de sus padres, que habían muerto en un accidente de carretera cuando era una niña. De una hermana con la que hacía muchos años que no hablaba. De lo mucho que le gustaba el arte renacentista, sobre todo Botticelli y Piero della Francesca. Pero también las canciones sencillas, sin pretensiones. Y las películas donde sale al menos un beso. De que quería marcharse a algún lugar que no fuera aquella ciudad. Y de lo aburridos que le parecían esos salones. Cuando me dijo esto último miró a todos los comensales y me sonrió con complicidad, y yo entendí que la amaría siempre. A lo mejor se dio cuenta, pues me dijo al oído que a veces tenía ganas de morirse y después estalló en una sonora carcajada. Yo también me reí, aunque nerviosamente, y no pude apartar la mirada de sus ojos. Fue ella la que me dio su número de teléfono, tras haberme dicho que era distinto de los demás, cosa que era absolutamente cierta.
A la mañana siguiente, la llamé para invitarla a salir. Le dije que la iría a buscar con el coche y le pedí que dispusiera de toda la mañana. Llegamos a Florencia en dos horas y en los Uffizi no encontramos cola. Le apreté la mano frente a la Primavera y después frente al Nacimiento de Venus. Ella se la dejó apretar, pero no quiso besarme. Me dijo que no estaba preparada, que antes teníamos que conocernos. Pero que nadie había hecho nada parecido por ella. En el coche, cuando la acompañé a su casa, se pasó el trayecto cantando. Canciones sencillas y sin pretensiones, como a ella le gustan. Y yo le apreté una vez más la mano. Después, en la puerta de casa, me saludó rozándome los labios. Y desapareció.
La llamé al día siguiente y al otro, pero no quiso verme. Dijo que era una persona especial, pero que hacía tiempo que había entendido que le gustaba la normalidad. Le dije que eso también era lo que quería yo, y me asombré de mis propias palabras, mientras ella decía otra vez «la normalidad, nada más». Le pedí que nos viéramos, al menos una vez más. Pero ella dijo “no” y se limitó a añadir que me llamaría.
No sé dónde leí que en la espera todo es solemne. En esos días lo viví todo sin entusiasmo, como una distracción de algo que no llegaba. Acepté muchos trabajos y mi mente distraída me transformó en un catorceavo aún más perfecto que de costumbre. Pocos comentarios y muchas sonrisas de circunstancia. Los salones de siempre, los ministros de siempre, los intelectuales de siempre y los artistas, que se despreciaban los unos a los otros.
No hubo momento en que no pensara en lo maravilloso que hubiera sido tener a Laura conmigo en una de esas cenas. Pero no por la calidad de los invitados, que como yo habría detestado, sino para oír su risa, contemplar su cuello, sentir su olor.
Tras dos semanas de espera decidí llamarla yo, y para tener un buen motivo le pregunté a una anfitriona que me convoca regularmente si podría llevarla. La respuesta fue simplemente: “pero así seremos quince”.
Decidí pues no llamarla y esperé otra semana, y después otra más, mientras el teléfono sonaba solamente para citas urgentes de trabajo.
No sé dónde leí que en la espera todo es solemne
Hasta que un día, mientras me preparaba para ir a una cena con el ministro que me había visto presumir con la guitarra, llegó la llamada. Laura empezó diciendo “te prometí que llamaría” y me preguntó si tenía ganas de verla. Porque ella tenía muchas y desde ese día en Florencia había pensado a menudo en mí. Cada día. Si no tenía nada que hacer, podíamos vernos esa misma noche. Un profesional como yo no puede anular un compromiso tras haber dado la palabra, pero desafío a cualquiera a resistirse a aquella voz ronca y a la manera en que dijo “venga, no me digas que no”. Mandé a la mierda al ministro, las canciones de su juventud y aquel salón, condenéndolos a ser trece. Que encuentren otra solución, me dije, y no alegué ni siquiera demasiadas excusas, limitándome a decir que aquella noche tenía que anular mi participación. La anfitriona me dijo que no olvidaría fácilmente lo que estaba haciendo. Yo le dije que me importaba un comino y que podía meterse sus amenazas donde quisiera. Ella me dijo, sin inmutarse, que en la ciudad todos sabrían qué clase de persona vulgar soy y qué poco de fiar, y después me colgó el teléfono de sopetón.
Mi trabajo como catorceavo se había acabado y me sentía libre y feliz como no lo había sido nunca.
Tumbado en la cama, respiré hondo y me sequé una lágrima que me resbalaba por la mejilla, insolente.
Laura me había invitado a su casa. Me había dicho que prepararía cena y decidí llevarle champán. La noche que la conocí dijo que le gustaba el Veuve Cliquot Roseè y para encontralo pagué en un restaurante el triple de su precio.
Me quedé con la misma ropa que iba a llevar para la cena con el ministro y conduje a toda velocidad, cantando la canción que ella había cantado para mí.
Todo me parecía bonito: la autopista, el campo, incluso su ciudad de provincias, no muy distinta de aquella de la que procedía yo.
Cuando contestó el interfono me sentí profundamente agradecido a la vida.
Después subí las escaleras tratando de no correr. Quería saborear ese momento. Sabía que no se volvería a repetir.
Me abrió la puerta mirándome a los ojos y una vez más me saludó rozándome los labios. Me cogió de la mano y me llevó al salón, y sólo con el rabillo del ojo me di cuenta de que en la entrada había otro abrigo de hombre.
En el salón me besó y después me dijo “ni a ti ni a mí nos gusta perder el tiempo. Ven”. Me llevó al dormitorio, donde me encontré a un hombre, desnudo y sonriente. “Él es Sergio”, me dijo, y el hombre asintió, sin especial emoción.
Laura empezó a desnudarse y me dijo “¿a qué esperas?”.
Desnuda era una preciosidad, tal como me la esperaba. Quizás incluso más. Antes de tumbarse en la cama se mordió los labios, y por un instante, aunque solo uno, me acordé de cuando me dijo que soñaba con morir. Después, cuando se tumbó entre Sergio y yo, pensé que había avanzado once posiciones, pues en aquel momento mi papel era el de tercero.
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO DE Mª ÁNGELES CABRÉ
Portada: detalle de la Primavera de Botticelli. Imagen vía.
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