Yo me negaba a llamarme exiliado: no era un nombre que sintiera propio. A mis 18 había tenido que dejar la Argentina en plena represión y no sabía cuándo podría volver, pero siempre me dio pudor, vergüenza considerarme eso. Un exiliado era, para mí, Sarmiento en Chile, Lenín en Zürich, mi abuelo Antonio en Argentina: gente que extrañaba sus países, que añoraba el regreso, que nunca habría elegido dejarlos si hubiera podido. Yo no podía volver pero tampoco, creo, lo habría elegido entonces. Y, sobre todo: yo no era un exiliado porque la estaba pasando pasablemente bien. Y el exilio, sabemos, es para sufrir.

Imagen: ©Dani Yako

Yo no sufría –o por lo menos no por eso. Primero había vivido cuatro años en París, deshaciéndome, haciéndome, creyendo que de algún modo conseguiría ser otro. El resultado no terminó de convencerme, así que después viví otros tantos en Madrid, aceptando que era un argentino y que quería escribir como argentino y que una de las posiciones habituales del argentino siempre fue no estar. Madrid es la ciudad donde nació mi padre —y, sin embargo, nunca la sentí muy mía. Pero, entonces, allí recuperé a esas amigas y amigos argentinos que, en los años franceses, solo veía los veranos.

Pete, Dani y Graciela, Silvia y el Negro, Alba y el Oso y también Gluco, Silvita, Silvia y Pablo, Débora, Horacito; algunos eran más amigos y otros menos pero todos eran amigas y amigos viejos —todo lo viejo que puede ser un amigo a los veinte. Nos unía, por supuesto, la Argentina y un pasado común de colegio y militancia y muertos compartidos; nos unía nuestra historia pero habíamos tenido que inventarnos vidas nuevas, tan distintas de las que habríamos hecho en Buenos Aires.

Imagen: ©Dani Yako

Y no sufríamos —o por lo menos no por eso. Nuestras partidas no habían sido fáciles: algunos habían estado presos o desaparecidos, todos cargábamos con la muerte de gente muy cercana. Pero no queríamos —yo, por lo menos, seguro no quería— hundirnos en el pantano de la víctima sino buscarnos una vida. Teníamos veinte, veintidós años; era el momento para hacerlo. Por supuesto, no era fácil. Teníamos que conseguir trabajos para comprar nuestra comida y nuestros vicios y costear nuestras idas y vueltas y pagar esos pisitos que alquilábamos —a veces solos, a veces entre varios— con sus pocos objetos, colchones en el suelo; no teníamos familia —la mayoría no tenía familia— y nos habíamos vuelto una especie de familia. Con todo lo que eso significa: gente a la que te une un pasado que no querés olvidar, gente que está ahí porque está ahí, que sabés que está ahí, que no siempre ves o querés ver pero sabés que está: esos vínculos sólidos y laxos que una familia crea.

Compartíamos historias argentinas pero vivíamos en Madrid y tratábamos de vivir Madrid. Valía la pena: la ciudad, a fines de los setentas, principios de los ochentas, entre el Destape y la Movida, era la capital de un país que se descubría tras haberse cubierto tantos años, se desmadraba después de tanta santa madre, vivía la euforia de vivir por fin. Una ciudad donde pasaban cosas todo el tiempo. Una ciudad que a veces nos parecía —argentinitos superados— tan paleta primaria, y otras nos humillaba con sus modernidades.

Imagen: ©Dani Yako

Mientras tanto allá lejos, allá enfrente, la Argentina era el desastre: unos cuantos militares mataban a nuestros amigos y unos cuantos millones los acompañaban y yo, por momentos, detestaba ese país y celebraba estar en otro. Lo celebraba, lo celebrábamos: a veces, es cierto, nos daba algo de eso que los psicólogos argentinos solían llamar culpa. ¿No era injusto que la estuviéramos pasando más o menos bien en ese mundo ajeno mientras tantos la pasaban tan mal en el nuestro? ¿Habernos ido era traición y cobardía o una respuesta razonable a un momento imposible? ¿El exilio no debía ser desolación y pesadumbre? Recuerdo aquella larga discusión: que si los caídos, los que no habían podido irse, eran los mejores, los que habían sido coherentes hasta el fin. Yo insistía en que eran, más que nada, los que habían tenido más testarudez o menos suerte. Y que, si habíamos tenido más que otros, debíamos aprovecharla.

Lo intentamos: teníamos veinte, veintitantos, un mundo nuevo en aquel viejo mundo, vidas que nos gustaban a menudo. Conversaciones, libros, algún viaje, desamores y amores, mucho cine, unos porros, el hallazgo del comer y el beber, aprendizajes de un oficio, descubrimiento de la melancolía, la invención de unas vidas: todas esas cosas que la edad habría traído las traía marcadas por esa libertad que el ¿exilio? nos daba. Vivíamos en una expedición, casi una aventura –y eso era bueno y malo y todo lo contrario. Años después, volver a la Argentina fue volver a casa.

Y eso fue bueno y malo y todo lo contrario.

Imagen: ©Dani Yako

Imagen e imagen de cabecera: ©Jorge Marcovich

«Exilio 1976-1983» reúne las fotografías de Dani Yako y las experiencias de un grupo de amigos emigrados y víctimas de la última dictadura argentina. Adelantamos en exclusiva algunas imágenes y el testimonio del escritor Martín Caparrós, parte de ese grupo.