Esa mañana, Mara pasó por la casa de su madre a buscar ropa limpia. Se deslizó con paso yámbico entre los sillones del living y las mesitas ratonas atestadas de revistas; no quería cruzársela. En el modular de la biblioteca, flanqueada por libros de Eduardo Galeano y Gabriel García Márquez, la computadora mostraba un juego de solitario inconcluso; madre Cris estaba ausente. Andaba un poco deprimida porque Quique, su presente amoroso, no tenía un carajo que hacer. Al principio deambulaba por la casa de Cris, primero olvidándose el cepillo de dientes y luego ofreciéndose gentil (sospechosamente) a cocinar, hasta que un día ella lo miró fijo y le dijo mirá, yo creo que hoy por hoy en una relación de pareja lo más importante es respetarse los tiempos, pero si necesitás, dejame terminar por favor, si de verdad necesitás, podés quedarte. Quique tenía ojos castaños, estatura media y un aire desorientado, pero despojado de todo lo que hace a la desorientación un asunto atractivo o romántico.
—Vos no me reconocés porque ahora me dejo las canas y uso colita —había acercado el hocico él.
Pese a haber estudiado una carrera pasablemente humanista, Quique seguía pareciendo un contador; tal vez por eso, contra eso, ataba su melena de pelo lacio en una colita, lo cual agravaba sensiblemente más las cosas. Según la versión oficial, que defendería armado de un vasito de tinto a lo largo y ancho de la flamante sede de la Asamblea Popular de Vecinos “Palermo Dale Para Adelante” (la vieron nacer juntos), Quique y Cris habían militado juntos durante un breve lapso en el PCR• de La Plata, aunque probablemente Quique estuviera falseando los hechos, porque después se supo que él andaba con la corriente de Erminio Golández, que tampoco hizo gran cosa, estudió un tiempo Letras antes de pasarse a Socio y vivió siempre en Caballito.
Cris hubiera preferido no escuchar una mención tan directa a la colita; era una mujer lo bastante hecha y derecha –y sola, muy pronto vieja– para saberse capaz de soportar la visión de la colita, no para hablar de ella. A Quique no lo arredraron las miradas laterales de Cris, la deliberación de algunas ausencias y distracciones. Lo leía como un despliegue de parámetros, como una lógica hembra lubricando su propia versión de la conquista segundos antes de lanzarse, insaciable, al apareamiento. La dulzura de la desesperación era un bien inalienable en las damas de mediana edad para quienes el sexo casual pronto sería una joya de la abuela que nadie querría tocar. Quique era un tipo optimista, y la consigna de la asamblea era Manos al Trabajo, Cambio y Renovación (tenía un juicio por alimentos iniciado por Norma, su pareja anterior). Quique entrecerraba los ojos, la señalaba con el vaso y cumplía su papel cívico de buen tipo jugando al seductor:
—En aquella época yo te tenía de vista, pero vos andabas con uno.
Cris apretó los labios, intentando alejarse mentalmente de la escena: por el momento, ser el recipiente del galanteo de Quique estaba lejos de resultar un acontecimiento halagador. Pero “uno” despertó del letargo el interés (la vanidad confundida con interés) de Cris, que aprovechó para reír histéricamente, invadida de complicidad: Y sí, con uno andaba, seguro.
Quique sintió que unos gordos de la UOM• le hacían señas con los brazos, invitándolo a avanzar, como si él estuviera en el auto y quisiera estacionar; vos dale para adelante, pensó, mientras deslizaba el pulgar cautelosamente por la presilla del jean de Cris. De un rápido vistazo, Cris detectó la mano colgando cerca de su orgulloso culo, el organizador del encuentro; incapaz de renunciar a su oportunidad de jugar a la cocotte, Cris comentó: Hmm… peligroso. Mirá que yo soy de las que se enamoran, yo que vos, lo pienso dos veces. Si Quique hubiera tenido veinte años menos, hubiera jugado una apuesta consigo mismo de cuánto tiempo le tomaría penetrarla por el ano; ahora, maduro y sereno, sacó la lengua levemente antes de llegar a tocarle los labios.
Ella exageraba un poco estos entusiasmos, consciente de que abrir grandes los ojos y elevar el tono de voz eran parte del despliegue de la política, de la pasión
Después contó cuando se embarcó a España, en el 73. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, hasta que se escandalizó: ¡Pero si fue el momento más luminoso! ¡Toda nuestra generación, toda la juventud, como nunca, en las calles! ¡No te podés haber ido en el 73! Ella exageraba un poco estos entusiasmos, consciente de que abrir grandes los ojos y elevar el tono de voz eran parte del despliegue de la política, de la pasión y, por lo tanto, de sí misma: los grupitos de caceroleantes que conversaban cerca se percataban de su presencia candente, de su estilo vital y aguerrido, y se sentía inmediatamente más joven. ¡Y cuando liberamos los presos! ¡Y cuando tomamos el Centro de Estudiantes e hicimos echar a todo el plantel de la reacción! ¡Y cuando…— en un giro de ternura que exasperó a Cris, Quique la interrumpió tomándola dulcemente de la barbilla:
—Yo sentía que algo no iba bien, Cris. Las prerrogativas maximalistas empujaban el carril de los acontecimientos a una encrucijada. Además tenía una tía que se mudaba justo en ese momento, estaban todas sus cosas en el barco, y me subí. —Cris volvía a apretar los labios, su atención se volvía errática, él trataba de hacerla entrar en razón—. Cris, las bases se hallaban removidas de su centro. La lógica de la coyuntura se nos iba a los caños. Yo dejé el peronismo cuando me di cuenta de que la violencia era el único camino que me quedaba por recorrer. Siempre anduve en política, pero siempre me consideré más gramsciano que peronista. Troskista, también. En rigor tuve un momento metodológicamente marxista pero de banderas peronistas.
No había quedado convencida, pero al menos había conseguido marearla un poco. El contexto acompañaba. La desilusión democrática ante la caída del gobierno de De La Rúa se traducía en un campo semántico de “urgencia”, “cambio”, y planes para el futuro de la sociedad. Quique soltó con cuidado algunas cifras de lugares, nombres propios esenciales, verificando el efecto que tenían sobre el rostro de su prospectiva amante. Era una especie de Batalla Naval en clave, donde la amplitud del itinerario combativo buscaba corresponderse con algún oasis afectivo de la pantanosa estructura sentimental de Cris. Ciertas expresiones faciales mantienen relaciones biunívocas con un conjunto de datos; las expresiones son estimuladas a partir de datos; el objetivo de Quique era proveer caramelitos informacionales que estimularan esos escapadizos objetos mentales que anidan típicamente bajo el cuero femenino y hacen a un hombre “interesante”. Tanteando las coordenadas de la grilla, la batalla naval de Quique sobre la fantasía hembra incluía vivencia de camarada, espíritu juvenil revoltoso, compromiso genuino con las bases, participación activa en la lucha armada (¡hundido!). Quique se sonrió saboreando palabras muy similares, reviviendo una vieja táctica aplicada en Barcelona y París sobre españolas, uruguayas y sabrosas argentinas recién llegadas. El compromiso político propulsaba una fuerte fusión con otras vidas. En el exilio, Quique y Rodrigazo habían descubierto que la aritmética traumática que fundía un pasado y un bigote podían funcionar como la prueba de un cúmulo de experiencias privilegiadas, tan colectivas como íntimas, a la luz de cuya sombra misteriosa la verdadera patria socialista existiría por siempre; en el corazón de los camaradas y amantes, como rezaba la dedicatoria de Walt Whitman a sus lectores en Hojas de hierba.
Cada noche de amor era la última. Rodrigazo y él compartieron ufano despliegue de artillería. Quique se citaba con una chica en algún barcito del Quartier Latin, charlaban un poco; a los diez minutos su socio entraba al café. Entonces Quique levantaba la vista, se le transformaba la cara, no lo podía creer: ahí estaba el Hombre Nuevo, parado junto al dintel: tiernamente desorientado, pues poco sabía del caos mundano y sus costumbres. Quique se cuadraba junto a la mesa del bar, los ojos desorbitados (el otro venía de la muerte); la chica de turno seguía la escena con el corazón en la boca, y Rodrigazo “el Hombre Nuevo” avanzaba hacia ellos con el temple inquebrantable de su convicción, la ternura de quien ha visto el futuro ardiendo, la mirada fogosa de quien es Soldado de su Tiempo. Los dos correligionarios se daban un abrazo de valientes, de cosacos, de hombres huevos, mientras la chica se tapaba la boca con la mano (reprimiendo un sollozo, verificando su aliento), balbuceando: ¡Historia viva, pièces de historia viva!, y salía a telefonear a otra preciosa amiga con ganas de cambiar la sociedad.
Vení que te parto en pièces, vení sans culotte, murmurarían ellos sin salir de personaje (en su cara había noticias de que la gente moría). Rodrigazo guitarreaba el cancionero exacto, y la voz de Quique no era mala; además de los acordes de “Canción para mi muerte”, el compilado “Cuba Libre” y los hits revolucionarios, habían aprendido “Mon leggionaire”. No había tiempo que perder, ¡mañana podríamos estar muertos!, las chicas se sacaban la ropa listas para consumir el cetro de la pasión ofrecida. O se repantigaban en los catres, exhibiendo juguetonamente sus curvas rosadas (de una armonía que la doctrina pictórica revolucionaria, cifrada en Les Demoiselles d’Avignon, encontraría reaccionaria y fascista) listas para recibir las estocadas; ¡Rocamadour, bebé!, gritarían con el diafragma en posición. El verano anterior, Rodrigazo y Quique se largaron a recorrer Latinoamérica juntos: fogones, canciones de protesta, peleas y amistades con troskos, chinos y peronachos duros. Rodrigazo llevaba pantalones acampanados y mocasines altos; en la mochila tenía pegada una calcomanía con una carita que decía “Sonríe, Perón te ama”.
Otra vez la Circunstancia, diosa perenne de la excusa, lo regresaba a su agujero, dejándolo solo con su alma y su incapacidad de hacer algo interesante en sociedad con ella
Cris suspiró, un poco nerviosa; éste debe ser un cobarde, un perejil de superficie. Dejó correr los ojos por la asamblea barrial; un leve bajón en la tensión eléctrica la ensombreció por unos instantes. Quique movía la boca, debía estar diciendo algo. Cris entreabrió los labios, dejando la mirada suspendida entre el recuerdo y el vello que rodeaba la nuez de Adán del sociólogo. Entre el símbolo y la memoria, Cris logró refugiarse en la abstracción de macho, desde donde planeaba resistir la masacre libidinal con tufillo a derrota que emitía ese hombre. Dejó caer lentamente: Fueron tiempos muy duros, muy duros, sabés, para los que nos quedamos acá. Él la atrajo contra sí lo más virilmente que pudo; la entendía perfectamente. Del bolsillo del jean de Cris colgaba un llavero en forma de corazón, Quique tenía una erección feroz. Quiso apoyarla para marcársela, pensando que tal vez la alegraría, y justo pusieron un tema de César “Banana” Pueyrredón.
Se armó la jarana, dijo Eduardo, que venía balanceándose con una bandeja de buñuelitos y pasta frola. Los había hecho la compañera Irma, cocinera desocupada, para el flamante Club de Trueque que inauguraba ese día. Eduardo le guiñó un ojo a Quique, Cris no lo vió. Era habitual poner un poco de música, porque estimulaba la cohesión. Cada uno traía licores caseros, whisky, granadina o lo que tuviera en casa; se escuchaban canciones del “Nano” Serrat, Celia Cruz, Juan Luis Guerra y alguna que otra Internacional. Los cincuentones iban de un lado a otro, con sus vasitos de plástico y el interior de sus frentes arrugadas lleno de esperanza en el cambio; ellas se meneaban al ritmo de una imagen de sí mismas que decididamente no era la que compartían con el resto de los seres humanos, esforzándose en demostrar que podían ser, si no mujeres, al menos antídotos contra la depresión.
A las pocas reuniones podía individualizarse las solteras, las separadas, aquellas proclives al mete-saca puro y las figuritas que gustaban de hacerse las difíciles, al menos por un rato, como la mamá de Mara.
Pero ahora las asambleas languidecían y el club de trueque fundado por Eduardo y Quique estaba a punto de cerrar.
El revival de las pequeñas cosas de la vida, que tanto lo favorecía, se probaba un paraíso momentáneo; Quique perdía credibilidad. El restablecimiento de la calma política lo rajaba a patadas de ese edén donde se sobrevivía con tan poco, espiritual y económicamente. El fracaso monetario y profesional de Quique, que en aquellas doradas asambleas fuera leído como la prueba de su honestidad, había agotado su alícuota de costo-oportunidad; ya no era redituable como antes, ni podía reconvertirse fácilmente en capital-honestidad. El asunto de la pasta frola en mal estado había escalado, alguna gente terminó intoxicada en el hospital; así empezaron las presiones para cerrar el Club de Trueque y también la Asamblea Barrial.
Quique se sentía solo, traicionado, como si lo hubieran nombrado delegado de limpieza y después de terminada la fiesta todos se hubieran mandado mudar –a otra asamblea, a otra razón social.
El crepúsculo de las ambiciones, que tan bien acompañaba su insignificancia, lo expulsaba del calor del conjunto; otra vez la Circunstancia, diosa perenne de la excusa, lo regresaba a su agujero, dejándolo solo con su alma y su incapacidad de hacer algo interesante en sociedad con ella. Tal vez no era su culpa, era un defecto profesional. La sobrevaluación de la sociedad como objeto de estudio lo habían entrenado en el manejo de una cantidad de subterfugios intelectuales que le permitían desestimar la noción de “responsabilidad del yo” en relación a su relación con las cosas. Estas armas conseguidas, aunque fútiles para el desarrollo de una ética constructiva, le proporcionaron una salida al alcance de sus posibilidades. Parapetado en el estribillo de la “coherencia ideológica”, Quique encontró un lema sencillo que servía de explicación. Comprendió –lo hizo público– que hay una dinámica de los muchos que hace imposible hacer las cosas bien. En rigor, Quique se sentía acompañado en la aceptación de su cobardía e inoperancia por intelectuales de la talla de Michel Foucault –y, quién sabe, quizás también por Gilles Deleuze-. No se puede ser vanguardia; las buenas intenciones de unos pocos se van a pique cuando intentan organizar a los muchos; hay una relación inversamente proporcional entre la pureza de las intenciones y el número, razonaba Quique. El debate sobre los límites de la política y la política de los límites sería su aporte intelectual a esa hermosa primavera de cacerolas y reclamos, que tan injustamente habían opacado unas pocas porciones de frola. La bondad de sus intenciones había quedaba asentada; ahora sólo le faltaba un poco de plata. Por el momento, no dudaba que Cris lo dejaría vivir en su casa. Era más bien improbable que le dieran una indemnización por exilio, en definitiva nunca había militado oficialmente en ninguna organización; pero Cris creía que Quique esperaba la llegada del reconocimiento del Estado ilusionado, y Quique anunció que tomaría el cuarto de Mara para armar su estudio, aunque dormía todo el día.
O al menos eso coligió Mara, al entrar en su antigua habitación y encontrarlo desplegado en su ex cama, con un libro de Levinas abierto sobre el pecho como un pájaro muerto. El crujido del placard lo despertó.
—Uy Mara, como me encontrás. —Quique sonrió una hilera de manchones de cigarrillo, agarrando el libro—. Vos viste como son estos franceses, a veces te dejan k.o.
Qué órgano más proletario, el culo, el órgano donde uno se sienta y aunque parezca, aunque tenga conciencia de que trabaja, no hace otra cosa que esperar la muerte
Mara le dio la espalda y empezó a meter camisetas en un bolso. Quique puso un señalador en el libro, y le miró el culo. Era diferente del de la madre, pero no demasiado diferente. Se ajustó mejor los anteojos.
Le llegaba el aroma del cuerpo de Mara; olía distinto que todas, todas las demás. Quique se quedó sentado en la cama. Qué cosa la imaginación, pensó Quique, todo está y no está presente al mismo tiempo, todo paaasa y tooodo queeda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la maaar. De pronto algo en Quique se ensombreció, como si nubarrones de pensamientos oscuros se reflejaran en las aguas marrones de su entendimiento: qué órgano más proletario, el culo, el órgano donde uno se sienta y aunque parezca, aunque tenga conciencia de que trabaja, no hace otra cosa que esperar la muerte. Hay que hablar, se dijo, hay que hablar para que no parezca que estamos solos.
—Che, Marita, ¿te contó tu mamá que Rodrigazo y yo íbamos al mismo colegio en el secundario?
Como en una telenovela de Manuel Puig, Mara dobla una prenda y eleva un rostro carente de expresión; su ojo mental se disloca hacia otro tiempo. Su mente está llena de imágenes y recuerdos que pudo haber vivido o no: en la modalidad de las películas mentales que denominamos pensamiento, recuerdo e imaginación suelen ser la misma operación. Rodrigazo (¿qué otro podía ser?) debía ser el ex de Silvia, una amiga de la facultad de Cris que estuvo secuestrada en Campo de Mayo y ahora vivía en España. Mara no la conoció sino como otro capítulo del infinito relato materno: Imaginate, pobrecita, le habían matado a su amor, a su compañero de lucha, y ella estaba encerrada ahí, que le sacaban la capucha sólo para meterle en la boca alguna porquería o para besarlo a él –a él y nada más que a él. Era una chica preciosa, rubiecita, no muy alta, pero muy bonita. Bueno, la cosa es que la agarró de amante el Jaguar Gómez y bueno, te imaginás que con él no había tu tía. Era un morochazo feo, muy peludo, con esas caras de altiplano que la ves y querés salir corriendo pero feroz el Jaguar, de sólo verlo te cagabas de miedo. Además era el supercapo de los grupos de tareas, así que imaginate el poder que tenía. Y con él tutti i fiocchi, no podías negarle nada, tenías que hacer todo lo que él dijera. Creeme Mara, si yo hubiera tenido que acostarme con un tipo así para salvarlos a vos y a tu hermano: no te quepa duda, lo hubiera hecho.
Mara cerró el bolso de un tirón, espantando imágenes. Mientras, Quique se cernía sobre ella con dos brazos expectantes, como un arquero esperando el penal.
—Correte —dijo Mara.
Para Mara hubiera sido fácil condenar al ostracismo a ese síntoma depresivo materno que jugaba a la hombría. Su madre no toleraría una movida de ese tipo; el despecho la haría montar en coléricas olas que Quique (semiahogado, a la deriva) no podría surfear; lo borraría, lo desaparecería para siempre, NN, kaput. Pero no quería hacerle favores a su madre, acercándose tanto a ella. Su último pretexto edípico, Horacio, era un periodista amigo de su madre. Horacio escribió un tiempo en la revista Fierro; con la vuelta de la democracia consiguió un puesto como Inspector de Baches y se volcó al periodismo de investigación. Una noche en su habitación, después de tener sexo con él, Mara hizo un movimiento brusco y, de una patada, lo tiró de la cama. El tipo quedó de rodillas junto a ella, expuesto y vulnerable. Sin mirarlo, Mara se incorporó tranquilamente sobre la almohada y prendió un cigarrillo.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó él.
—Porque me dio la gana —respondió ella.
Cuando el tipo le pegó una cachetada que hizo volar el cigarrillo, ella se irguió iracunda, con las narinas abiertas en actitud desafiante. Él le dio otra cachetada; entonces ella salió corriendo al baño principal y puso la traba. Se acurrucó junto al bidet y esperó. Esperaba que él viniera a buscarla pateando abajo la puerta, en medio de amenazas sibilantes; al sentarse sobre el piso frío se dio cuenta de que estaba toda mojada. Después escuchó la reja del ascensor abrirse y cerrarse.
Lo de Horacio había sido unos días antes del cacerolazo, Mara lo recordaba perfectamente. Su madre había entrado en el departamento como una tromba, con los ojos encendidos (como se ponían los de esa amiga suya, presa en Rawson, cuando describía al jefe de las FAR con una Itaka en la mano y esa cosa increíble brillando en los ojos, que venía a liberarla mientras ella lo esperaba acurrucada temblando en su celda). Cris se encerró en el baño, envuelta en un silencio que aullaba por recibir atención. Mara empujó la puerta, un poco divertida. La madre entreabrió la boca sin dejar de pintarse; había sacado su bolsita de maquillaje y se delineaba rápidamente, pero con precisión: Prendé la tele Mara, se vino el estallido social, la gente está toda en las calles (tu madre te lo dijo antes que nadie).
Es que cuando a la clase media le metés el dedo en el culo, no hay con qué darle
Quince pisos más abajo, un colorido animal aplastado se dibujaba y desdibujaba contra el asfalto. De ventanas de los edificios cercanos, donde asomaban otras personas, salían destellos metálicos, que trepaban las paredes y hacían latir la calle. Mara volvió a las habitaciones de su madre, que ahora sacaba ropa del armario y la desparramaba sobre la cama. ¿Adónde vas, yo también tengo que empacar? No, Mara, cómo nos vamos a ir, hay que estar para apoyar al pueblo que se expresa, huir es de cobardes, todo este tiempo aguantando y aguantando y de pronto la voluntad popular se pone en guardia y alza el puño en alto, vos qué decís, no sé si la pollera de jean, o voy con el pantalón de lino, más sobria. Eran las nueve de la noche; las noticias de los saqueos en el gran Buenos Aires se alternaban con el estado de las avenidas cortadas por vecinos indignados en toda la capital, rostros demudados rompían las vidrieras y los chinos dueños de supermercados trataban de defenderse. La ciudad se sincronizaba en una sola frase rítmica; finalmente, Cris se decidió por unos jeans y unas zapatillas.
Es que cuando a la clase media le metés el dedo en el culo, no hay con qué darle, reflexionaba la madre de Mara percutiendo su cacerola de acero inoxidable a lo largo de la avenida Coronel Díaz. Los ortodoxos análisis políticos de su madre se mezclaron con los de otras “chicas conocidas”, mujeres de su edad con las que se había cruzado en la tintorería alguna que otra vez, sin interactuar en absoluto. Mara caminaba a su lado; ir por donde van los autos le recordaba al Mundial Italia 90, a su papá con la celeste y blanca. Por todas partes podían verse tranquilas hordas que iban para el mismo lado, algunos paseando junto a sus perros, que ladraban excitados o cagaban plácidamente en los canteros. La gente conversaba con los que tenían al lado, manteniendo la melodía de la cacerola. Los kioscos estaban abiertos; al mirar hacia arriba podían verse más ventanas encendidas con personas agitando los metales conductores del calor político. A Mara le preocupaba que un colectivero loco aprovechara para “expresarse” y matar a cientos de personas. No había policía en las calles.
Las columnas de caceroleantes se dirigían al Congreso y a Plaza de Mayo por las avenidas principales de la ciudad. A la altura de Santa Fe y Riobamba Mara se encontró con una compañera del colegio, Lucía. Hacía mucho que no se veían; Mara forzó el encuentro yendo hacia ella –temía que, de lo contrario, Lucía hiciera lo posible por evitarla-. Lucía le contó que acababa de volver de Bolivia, donde “la situación rural no da para más”. Trabajaba como cronista gráfica para una ONG de periodismo independiente y había cubierto extensivamente las últimas horas dramáticas; el fotógrafo con el que trabajaba aparecía una y otra vez en el relato, era evidente que Lucía podía hablar de él durante horas. Mara la escuchaba encantada, siempre había tenido una manera deliciosa de referir eventos y enamorarse de las personas. Lucía consultó su reloj; había gente esperándola. Para decirle que le gustaría acompañarla, Mara exageró su humildad y explicó rápidamente que tenía que huir de su madre, de modo que la decisión de caminar juntas dependiera más del nervio altruista de Lucía que de sus ganas, y Lucía accedió. Caminaron juntas entre gritos, tambores, columnas, vallas de seguridad; al llegar al Congreso, Lucía cerró su mano sobre el brazo de Mara: Cuidado, dijo Lucía, es una trampa mortal para encerronas.
El pico amoroso entre Mara y Lucía tuvo lugar durante un verano en Buenos Aires. Se juntaban todos los días en casa de Lucía con otra amiga, Liti, una morocha alta muy pálida que parecía una especie de Marilyn Monroe punk; a las seis, cuando la madre de Lucía volvía del trabajo y la luz sobre las cosas se ponía violeta, se dispersaban. Hablaban todo el tiempo, ¡tenían tantas cosas que decirse! Compartían datos sobre el universo urgente que rondaba al acecho esperando el momento para tirárseles encima: todo indicaba que, desde los doce, habían entrado en las aguas meadas de una pileta de colonia vacacional donde los varones jugaban al tiburón tratando de alcanzarlas bajo el agua para luego emerger al grito triunfal de se la toqué. Preguntas como: ¿cuándo está bien tocarles las bolas? ¿qué es el perineo, y dónde se encuentra exactamente? captaban su atención. De a poco, la velocidad del fraseo cambiaba, y las teorías del sexo se mezclaban con las historias de miedo.
Eran las hijas librescas de un extraño país literario, poblado de monstruos de una prosa grave y góticos Facundos iluminados bajo el cielo encapotado
Los papás de Liti eran de ERP; Liti llevaba bajo los ojos una imagen de su mamá embarazada corriendo bajo las balas en Ezeiza. Su papá nunca lo confirmó, pero ella estaba segura, algo le decía que “se había cargado un par”. Los papás de Lucía se conocieron militando en la Juventud Cristiana, en una villa donde impartían el catecismo; no entraron en la lucha armada pero aceptaron la responsabilidad de albergar a varios amigos guerrilleros que murieron o huyeron tiempo después. Entre sus compañeros de división, la mayoría eran hijos de ex militantes; en algunos casos los padres habían sido enemigos entre sí, por pertenecer a un bloque de la Jotapé (padre de un novio de Lucía) que mandó al frente a otros (futuros novios o padres de novios de Mara). O padres que pactaron con la cúpula (del ejército o de montoneros) dejando desprotegido al resto, como el famoso progenitor cuya esposa fue liberada a cambio de una lista de compañeros en armas (presuntos padres de compañeros de división). Lucía había ido la primaria a un colegio de monjas de Belgrano, donde iban muchas hijas de militares; tenía una amiga, Mariu, que había sido criada por sus abuelos, esposa y coronel del Ejército. Mariu decía que sus padres habían muerto en un accidente de automóvil, pero después corrió la versión de que su madre, hija de un coronel, se había enamorado de un guerrillero y al saberse en peligro entregaron sus dos hijitas a los abuelos para que las cuidaran; luego los secuestraron. Su abuelo le había contado que sus padres se consideraban soldados, que su hija se lo había dicho después de robarle las armas y el uniforme militar que guardaba en la casa; “yo quise protegerlos y no me dejaron”, el abuelo se avergonzaba y sufría. Con todo, de chica lo que más le gustaba a Mariu era pasear en tanque, pero era difícil contarlo sin que le tuvieran lástima e insultaran con o sin disimulo a sus abuelos. Cada detalle era un haz de luz coherente que se alineaba con otros, como láseres de amor y brutalidad que les permitían asistir a la tórrida escena de sus propios nacimientos. Eran las hijas librescas de un extraño país literario, poblado de monstruos de una prosa grave y góticos Facundos iluminados bajo el cielo encapotado. Así como la tragedia da relumbre a la belleza moral de Antígona, estas historias exaltaban el milagro de sus propias presencias; las recortaban como seres individuales y puros, venidos de una aristocracia nacional de fuego y bravura; como niñas untándose la cara de barro para darse miedo unas a otras, observaban fascinadas cómo la crueldad se transforma en asombro, en bocas y expresiones propias.
Mara todavía extrañaba ese verano. De hecho, quería abrazar a Lucía y decirle que se veía hermosa; pero la multitud las empujaba hacia una esquina estrecha, en una calle adyacente al Congreso, y vio que Lucía se ponía paranoica. Mara sintió que explotaba de júbilo: ¡al menos estaban juntas en una encerrona!
—No, por acá no. —Había dicho Lucía. En presencia del peligro, la había tocado—. Es una trampa mortal para encerronas.
En la calle multitudinaria, todo estaba negro de hombres. Apenas podían distinguir las expresiones faciales; una sombra sonora rodeaba los cuerpos y ponía los músculos en estado de alerta. Mara se puso en puntas de pie para mirar más lejos; eran cientos, por todas partes, cientos seguidos de miles. Rogó que viniera la caballería a perseguirlas; tomaría a Lucía de la mano y escaparían. La expresión de Lucía era tensa y expectante, seguía tomada del brazo de Mara. Las dos tenían miedo y estaban emocionadas.
Alrededor había expresiones de angustia, con picos de euforia y excitación. Las ancianas gritaban imprecaciones contra los políticos salientes, sin respetar la melodía general; estos aportes se sincopaban rápidamente aplanados por la fuerza del conjunto. Adolescentes con remeras rotosas hacían pogo entre la gente, otros sólo seguían el ritmo alegremente y charlaban con el de al lado; la ansiedad juvenil los arrojaba a las filas delanteras, curiosos ante la posibilidad de un enfrentamiento policial. La atmósfera correspondía a un acontecimiento glorioso, y no faltaron los razonamientos del tipo: “Mirá todos los que somos, más de cien mil; con un tercio que tomen las armas, se toma el país”.
Mara divisó a la tropa de estencilistas que conformaban Powa, Toni y dos chicos rubios, bastante lindos. Los cercaban unos satélites femeninos con la cabeza rapada y boinas estilo Mayo del 68. Pasada la medianoche, los ánimos estaban caldeados y la multitud se agolpaba contra las vallas de contención que rodeaban al edificio del Congreso. Después de gritar un poco, las chicas se encaramaron sobre los hombros de Powa y uno de los rubiecitos; en ese momento extrajeron sus cámaras mini-dv y empezaron a filmarse mutuamente participando de la protesta social. Las chicas gritaban y alzaban los puños, decían “vamos loco”, “aguante”, y otras frases de argot celebratorio asociado al fútbol; los chicos las sostenían y miraban a cámara. Luego Toni se subió en andas sobre otro amigo y se besó con una de las chicas contra el fondo de la batalla popular. Era una linda postal; mirándolos sobresalir verticalmente sobre la gente, Mara recordó que Toni añoraba otra hecatombe, con retoques a la escenografía: su sueño era saltar de liana en liana sobre una Buenos Aires jurásica, hecha de bosques tropicales y estructuras oxidadas de hierro; destruir de una vez por todas este sistema capitalista corrupto, ¡volver a ser animales, Mara, colgarnos de los árboles!
La utopía Neanderthal de Toni conservaba un corazoncito marxista, penetrado del chic ecológico antiglobalización con que se intenta matar el aburrimiento en Europa; Mara era demasiado esnob para tolerarla. También estaba Etián, apostado con micrófonos y minidisc amarrado a la cintura, grabando la percusión de las cacerolas, con una remera que rezaba “Somos todos bateristas”. Lucía los observó, algo distante, sin emitir comentarios apresurados que pudieran enturbiar la pureza de la expresión popular.
“Mirá todos los que somos, más de cien mil; con un tercio que tomen las armas, se toma el país”
En ese momento Mara divisó a su madre. Estaba charlando con Jerom, uno de los adláteres de Powa, un morocho alto y atractivo, con una leve fama de filmar a las chicas con las que se acostaba. Cris estaba riendo demasiado, la boca cada vez más cerca y más abierta. Mara, miembro de la raza humana, sabía lo que eso significaba, del mismo modo en que un pedazo de tierra lunar se encuentra unido a su cuerpo celeste antes de que lo arranquen a golpes. Las hordas recién llegadas la empujaron; eran adolescentes haciendo pogo a los gritos, y un par de columnas del MAS. Mara apretó fuerte la mano de Lucía y cerró los ojos, adivinando a lo lejos a los equinos haciendo cabriolas en el lugar, retenidos por el brazo firme de la ley montada en ellos; podrían soltarles la rienda en cualquier momento, Mara no podía esperar.
Su madre y Jerom volvieron a verse en la asamblea popular de Palermo, Jerom había ido a curiosear porque vivía cerca. Cris lo acompañó a pintar algunos esténciles; ella sostenía la placa y Jerom apretaba el aerosol. La operación le destruía las uñas pero no importaba, estaba que deliraba. Mara hizo lo posible por evitar más detalles acerca de los nuevos hobbies maternos, pero la certeza es una conejita que se empeña en ser capturada, y no tardó en llegar el día en que desayunaron en la cocina los tres. Jerom en cueros, porque hacía calor, presidía la mesa; la falta de aseo exaltaba su masculinidad. Con un gesto algo convulso, por acción de la felicidad, Cris calentaba la pava, ansiosa.
Mara se sentó a la mesa en silencio. Jerom leyó inmediatamente la escena y se repantigó en su silla, guiñando un ojo a Cris; cualquier comentario suyo sería una explicación; él no le debía explicaciones a nadie.
—Con Cris pegamos algunos stencils.
—No sabés qué lindos! —la voz de Cris sonaba más aguda que de costumbre—. Es mucho mejor, más prolijo. —Hizo una pausa, la idea había salido incompleta—. Digo, que el graffiti.
Inmediatamente Cris cebó el mate de Mara. Mara se contuvo de tocarlo, temerosa de replicar el estado de excitación psicomotriz de la madre.
—Si te interesa —y Jerom parecía interesado— podrías venir con nosotros. Tenemos comandos que cubren distintas zonas de la ciudad; los organizan Powa y los chicos. A veces nos tocan zonas de quilombo, otras es más tranquilo. Siempre de noche, que es más cubierto, más copado. Salimos en grupos de tres o cuatro por auto. Hacemos el stencil, documentamos la escena con fotos y mini-dvs, y después juntamos todo el material en la Cyborga, el cubil de Powa y los chicos.
—Ajá. ¿Y qué cosas pintan? —Mara ya sabía; hacía unos meses se habían acostado, pero evidentemente él no se acordaba.
—Y, cosas contra Bush, contra el imperialismo, la guerra, el capitalismo, todo eso —contestó Jeróm, que sí se acordaba.
—Es increíble cómo todo vuelve, ¿no? —Cris apoyó los codos en la mesa, mirándolos a ambos. Se sentía más segura repitiendo frases conocidas—. Digo, hace unos años, nosotros peleábamos por las mismas cosas. Miralos ahora, los chicos de la nueva generación, en plena rebeldía popular, apoyando el cacerolazo, luchando por un mundo más justo. Me parece más bien fuerte, ¿no?
—El reclamo actual es pacifista y el de ustedes no lo era. Es un mundo de diferencia. Además, esta protesta es pura burguesía en autodefensa —dijo Mara.
—Eso no tiene nada que ver —saltó Cris moviendo un poco el pelo, atenta a qué hacía Jerom—. Cada tiempo tiene su propio discurso, pero lo importante es la esencia, que es romper con el individualismo y trabajar por un mundo mejor, ¿o me vas a decir que no? A vos te vino todo muy fácil porque naciste acá, muy tranquilita, y yo te pude pagar una educación, un medio social acorde, pero hay otra gente que no tuvo lo que vos tuviste, entendés?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Te estoy diciendo que si vos lucharas por el derecho de otros a estudiar, a comer, a trabajar y tantas otras cosas, entenderías que es muy distinto vivir tan tranquila y egoístamente, que tratar por todos los medios de ayudar a los demás, de la forma que sea, con las armas y los dientes, si tiene que ser, si el momento histórico así lo pide.
Cris sorbió el mate. Al final había levantado un poco el tono, es cierto, ¿pero qué iba a hacer? Ella era enérgica, pasional, se dijo. La intervención, sin embargo, no parecía convencer a Jerom. Mientras Mara rumiaba que todos los fascismos promueven los ideales más elevados para justificar la violencia (Bush enarbolaba como propios los valores de la libertad y la democracia), Cris notó que Jerom parecía mover la cabeza en sincronía. Cris cebó un nuevo mate y lo acercó a Jerom. Jerom acercó la boca a la bombilla, sin mirarla.
La técnica para surfear las certezas contemporáneas se le escapaba
Con amargura, Cris recordó aquel cursito de “Capital Emocional y Programación Neuro-Lingüística” que hizo en el 99. El tono, el microrritmo y la velocidad del pestañeo eran los tubos transmisores de la empatía, los vasos de contagio de las ideas compartidas; luego, éstas crecen hasta convertirse en “perspectivas de vida”. ¿Se estaba volviendo incapaz de dar y recibir? Recordó a su profe, Sami Wasskam, y cómo le controló la empatía una vez recurriendo a los biorritmos ésos. Sami había sido un imbécil, también. Ella nunca se lo hubiera cogido de no haberle él controlado los biorritmos como lo hizo. Feo, eso era lo que era; feo e inferior a ella. Fuera de control, la sonrisa de Cris se desvaneció unos instantes; decepcionada, advirtió que ya no importaba lo que tuviera que decir; ya no importaba el qué, como decía Sami, sino el cómo. La técnica para surfear las certezas contemporáneas se le escapaba; Jerom ya no le hablaba, de hecho ni siquiera parecía registrarla.
El día de la inauguración del Club de Trueque Jerom llegó a la asamblea barrial acompañado de una chica japonesa, que tenía el pelo rosado y, contra toda prevención, dos tetas, lo cual es poco usual entre las orientales. Cris la había visto merodeando los comandos esténcil: la chinita reía con regularidad, pero también sabía quedarse callada y abrir grandes sus chinos ojos cuando le hablaban, como si las palabras le entraran mejor por los ojos que por las orejas. La conducta autosatisfecha de Jerom evidenciaba que acostarse con ella no había presentado ninguna dificultad; la chinita debía dar bien en cámara. Mientras Quique y sus adláteres repartían la pasta frola, que Jerom y la china ésa siquiera habían tenido voluntad de probar, Cris se dio cuenta de que había terminado, sin mayores efectos especiales, su romance con las nuevas modalidades guerrilleras.
Entre otras decepciones de ese verano, el temido Regimiento de Caballería y sus huestes pretorianas nunca llegó. Pasarían algunas noches hasta que se dignara a recuperar la faz incandescente de la fuerza bruta, arrojando gases lacrimógenos o desfilando su hambre de gente inocente con ametralladoras listas para atacar. Las marchas de diciembre ya no eran tan divertidas como antes; disuelta en la multitud, la magia del encuentro con Lucía pronto desapareció. Mara hizo planes mentales para ir a buscarla en los mitines del Partido Obrero, sede Balvanera, donde iba el fotógrafo que le gustaba, pero nunca lo hizo.
Partido Comunista Revolucionario.
Unión de Obreros Metalúrgicos.
***
Si te gustó este texto, también te puede interesar: «Una sibila hebrea» de Cynthia Ozick.
Portada: «Portsaid massacre martyrs murals» por Gigi Ibrahim. Imagen vía